Francisco Carrau tenía 28 años cuando naufragó. Apesar de ser tan joven era él quien llevaba las riendas de la empresa Carrau & Cía, entonces dedicada al comercio y a la agencia marítima. «Era el Carrau que más valía en esa época», según su sobrino nieto,Jaime Carrau, de 63 años. Tanto es así, que las «instrucciones sobre procedirnientos comerciales» que dejó escritas «se usaron hasta la década del 50».
Su actividad comercial le demandaba viajar a Europa, Nueva York y Cuba, por lo que Francisco no desaprovechó la oportunidad de embarcarse en el transatlántico más grande de todos los tiempos. Junto a su primo José Pedro Carrau, entonces de 17 años, procuraron una reservación. Jaime cuenta que, según la tradición oral de su familia, «cuando fueron a tomar el buque, el camarote estaba vendido, entonces amenazaron con traer un escribano y levantar un acta. De esa manera les dieron el camarote del oficial».
Los Carrau confiaban en la seguridad del Titanic. Cuando se desencadenó la tragedia, un pasajero cubano de apellido Pardo vio a los Carrau fumando serenamente sobre la cubierta. Pardo les advirtió sobre la inminencia del desastre, a lo que uno de los jóvenes le respondió: «Si se apura tanto, Pardo, sólo se va a pescar un resfrío». Nunca se en contraron los cuerpos de los Carrau.
El destino de la familia de Ramón Artagaveytia, el otro pasajero uruguayo, estaba unido al mar. Poco antes de morir, su abuela le regaló un remo a su padre con una dedicatoria: «Sabiendo utilizarlo nunca pasarás hambre. Tus antepasados han sobrevivido gracias al rnar, ese es tu destino. ¡Síguelo!» La historia es narrada por Horacio Artagaveytia -sobrino nieto de Ramónen el libro Raíces y recuerdos.
Heredero de aquel legado, el destino de Ramón Artagaveytia también se unió al mar. En 1871 sobrevivió al incendio y hundimiento del vapor América, frente a Punta Espinillo. Aquel naufragio -solo 65 de los 205 pasajeros se salvaron, los demás murieron «horriblernente quemados» -dejó en Artagaveytia una marca imborrable y una secuela de pesadillas que creyó podría borrar con un viaje en un barco «insumergible» que «ni Dios podía hundir».
El 9 de febrero de 1912, dos meses antes de que zarpara el Titanic, Ramón escribió una carta a Enrique Artagaveytia, padre del narrador, explicando su esperanza de curarse: «Por fin voy a poder viajar y, sobre todo, dormir tranquilo. Lo del América fue terrible. El desasosiego nocturno sigue atorrmentándorne. En viajes apacibles me despierto con terribles pesadillas, oyendo retumbar en mis oídos la fatídica palabra: ¡fuego, fuego! He llegado al colmo de subir a cubierta con el salvavidas puesto».
Las líneas de Ramón, entonces con 72 años, también mostraban su confianza en que el Titanic sería capaz de soportar, incluso, un choque con un iceberg. Sus 15 compartimentos estancos, creía, hacían prácticamente imposible su hundimiento. La carta incluso especulaba con que si el barco sufría una terrible múltiple perforación de sus compartimentos, el hundimiento sería lento y, mientras tanto, un novedoso invento -el telégrado sin hilos- emitiría un pedido de auxilio que evitaría la tragedia. «No te imaginas, Enrique, la tranquilidad que da el telégrafo. Cuando se hundió el América, en las narices de Montevideo, nadie contestó los pedidos de ayuda efectuados con luces. Los muy infelices que nos vieron, desde el Villa de Salto que navegaba a pocas milllas y desde el puerto, no respondieron a nuestras señales luminosas. Con teléfono a bordo eso no se repetirá, nos podremos comunicar instantáneamente con el mundo entero».
Los vaticinios fallaron. El 14 de abril de 1912, el barco chocó contra un iceberg y naufragó. Se hundió rápidamente. El cuerpo de Artagaveytia pudo reconocerse gracias a que el reloj pulsera estaba grabado con sus iniciales. El cónsul de Uruguay en Nueva York, Alfred Metz Green, hizo las gestiones para repatriar el cadáver desde el puerto de Halifax, Canadá. En los libros del cementerio Central consta que Artagaveytia fue sepultado el 18 de junio de 1912. En setiembre de 1937 se ensayó una primera reducción, pero sin éxito: el cuerpo era una «rnomia». Es que en los barcos que rescataban los cadáveres, «ya les hacían un trabajo de conservación y los ponían en ataúdes de plorno», relató Edgardo Falero, miembro de la Titanic Historical Society. Recién el 20 de julio de 1962 se pudieron reducir sus restos.
Publicado en Revista Tres por GABRIEL SCHUTZ en 1996