Con la demolición del palacete mandado construir por don Hermenegildo Ortiz de Taranco en la calle San José, Montevideo termina de perder otra de sus valiosas joyas arquitectónicas. Piquetas y aplanadoras acaban de exterminar sin piedad la hermosa mansión que naciera por un capricho de la “belle époque», para hacerla ingresar definitivamente en la leyenda capitalina.
La hora del réquiem es propicia para recapitular brevemente la Historia de aquella costosa veleidad. Había una vez en Montevideo… Si, como es casi un cuento de hadas, es licito comenzarlo asi: había una vez en Montevideo, donde termina la calle San José, un par de cuadras mas allá del Municipio, otro Palacio Taranco, pero mas recoleto, mas escondido que su hermano mayor, el palacio grande, el que abre sus señoriales puertas y balconadas a la calle 25 de Mayo. Este palacio menor había sido pensado para la vida en sigilo, en aislamiento, y por eso un elevado muro oculto durante sesenta años de la mirada de los transeúntes de la calle San José el parque y el edificio, cuya fachada principal se orientaba hacia el amanecer.
Pero quien pasara por la vereda de enfrente podia descubrir como por encima del muro se asomaban los arboles y el piso alto de esta curiosa muestra del estilo francés trasplantado a Montevideo, un auténtico “hotel” distribuido en dos plantas, pequeño para palacio pero demasiado espléndido para considerarlo una vivlenda comun. Fue Jules Chifflot arquitecto francés, también uno de los autores del Taranco grande-_quien diseño esta casa en 1917 a pedido de Hermenegildo Ortiz de Taranco, uno de los tres hermanos españoles de este apellido, poderosos comerclantes establecidos en esta capital al finalizar el slglo pasado. Muerto soltero y sin descendientes, don Hermenegildo, la casa permanecio clausurada durante mucho tiempo, sirvio luego de sede a representaciones dlplomaticas, y finalmente de residencia a sus sobrinos.
Empero otro habia sido el destino original de la morada. Chiff, la hermosa, deslumbrante Chiff, fue la primera habitante de esta mansion. Mejor dicho: Madame Jeanne Marion, porque Chiff era, naturalmente un sobrenombre. para ella –costoso homenaje del supremo poder del dinero al delicado pero no menos Supremo poder de la belleza– hizo construir este pequeno “manoir” su primer propietario, y lo poblo de muebles traidos de Europa, instalo un espléndido piano “signé» Linke, hizo clocar en oro veintlcuatro los detalles de los techos y las molduras de los cuarterones del salon, distribuyo marmoles y espejos, árboles y flores.
Habla llegado Chili un día aquí con una compañía francesa dé revistas y la mañana siguiente al debut tuvo su primera sorpresa montevideana: cumplido era realmente el admirador que le enviaba un collar de perlas. Lo saco del estuche, lo examino cuidadosamente, pero lo devolvió de inmediato a la joyería de donde procedía. Eran perlas de cultivo y ella juzgaba que su cuello merecía mucho mas. Un día después, segunda sorpresa al retornar el mandadero de la joyería con un estuche idéntico, pero que esta vez contenía un collar de perlas legitimas. Ya estaba la exigente Chiff habituada a tan gratas sorpresas, cuando el mismo magnate le entrego las llaves de la morada de la calle San José, construida expresamente para ella.
Corrían tiempos de ventiladas “voiturettes», de oios ahumados y melenitas a la “garcon”, pero Chiff estaba empeñada en representar un papel mas propio de la fenecida época romántica que de los eléctricos “twenties” que tocaron en suerte a su biografía. Retirada definitivamente de las tablas e instalada para siempre aquí, en la calle San José, tras el muro de su palacete, quiso ser, y fue, la ultima –no habrá sido la única?– Dama de las Camelias montevideana.
Por eso su historia concluyo en un triste desenlace, sentenciada a una soledad que nunca paliaron del todo los lujos de la costosa residencia, ni la distante amistad de la Mistinguette y de Cocteau –con quienes tuvo trato personal en Europa y se carteaba luego desde aquí– ni los paraisos artificiales hacia los que volaba cada vez con mas frecuencia en tren de buscar remedios a lo irremediable.
Alterada la razon, alojada en una clínica, tuvo su desdichado fin esta mujer que en sus tiempos de esplendor supo ser tan exigente, tanto, que no podía tolerar otros collares que los de perlas legitimas. Ahora, el “Petit Taranco», levantado expresamente para ella, acaba de ingresar definitivamente en la mitología del viejo Montevideo, en la que ya tienen su capitulo de leyenda la hermosa vedette francesa y su bucólico jardín escondido tras una tapia.
Ricardo GOLDARACENA
Publicado en el suplemento dominical de El Dia, numero 2486 el 7 de Junio de 1981