Los Barrios Prado y Atahualpa

Prado y Atahualpa

La historia inicial de los que luego fueran rincones floridos y silenciosos, aptos pará el descanso de los que haceres urbanos, se inicia con las chacras de los primeros agricultores, que abastecían con hortalizas, cereales y frutas, las necesidades del Montevideo hispánico. El arroyo de los Migueletes figura en documentos montevideanos de la época en que el capitán Pedro de Millán fijó los limites de propios que circunvalaban la ciudad. Se dio el nombre de Migueletes, en Cataluña, a los fusileros de montaña, y posteriormente se continuó llamando así a los cuerpos improvisados con voluntarios en tiempos de guerra, que en su origen tuvieron más de bandidos que de soldados.

Tomaron esa denominación de uno de sus primeros jefes, Miquelot de Prats o de Prades: ‘Dice el Dr. Rafael Schiaffino que en 1754 se creó la primera compañía de Migueletes de Montevideo; lo cierto es que el arroyo había ya recibido su bautizo oficial con ese nombre en 1727. En la planta de la ensenada de Montevideo trazada en 1724 por Domingo Petrarca apareec señalado como un rio de agua dulce, pero en otro mapa de la primera época de Montevideo, publicado por el Dr. Carlos Travieso en 1937, figura mencionado con el nombre «Río de los Voluntarios».

En nuestra opinión, el actual arroyo Miguelete debe su nombre a los «voluntarios» que engrosaron las filas de las fuerzas españolas para el desalojo de los expedicionarios portugueses de Freitas da Fonseca, establecidos en la península de Montevideo desde fines de noviembre de 1723.

Recordemos que a esos efectos Zabala concedió amnistia general a esos delincuentes y desertores. Bruno Mauricio de Zabala, con el fin de atraer brazos, concedió una serie de privilegios para quienes se avecindaran en la nueva ciudad de San Felipe de Montevideo: donaciones de tierras, de simientes, aperos de labranza, carretas, caballos y ganado. El capitán Pedro Millán había comprobado ya la excelencia de los predios regados por el arroyo Miguelete. Y hacia alli marcharon los agricultores iniciales, con el caballo y las armas prontas para ahuyentar a los indios minuanes que periódicamente aparecian por los alrededores. Los comienzos fueron muy modestos. Sin embargo,sesenta años después el benemérito presbítero Pérez Castellano escribía en su conocida carta a su maestro de latinidad, fechada en 1787 que «son abundantes las legumbres que da el país», pero «nada es comparable a la abundancia de hortalizas que se cultivan todo el año … » «Las arboledas se cultivan con orden, prímor y buen gusto … » «El arroyo de Cuello, el de Toledo, el del Cerrito, y sobre todo el Míguelete, están llenos de arboledas frutales y son el teatro en que estos nuevos colonos manifiestan su industria.»

El Dr. Pérez Castellano había adquirido su propia chacra en 1773. En ella levantó su casa de material con una azotea flanqueada por dos grandes ombúes. Pero lo ímportante es que allí hizo sus experiencias agrarias y allí también redactó, a pedido del gobierno de la Provincia Oriental, regido por Artigas, sus famosas «Observaciones sobre Agricultura» que escribió entre julio de 1813 y una fecha posterior a enero de 1814. El padre y la tia de Pérez Castellano (María del Cristo Pérez de Sosa, casada con Manuel Durán) tenían también una floreciente chacra. Las hijas de ésta dieron con el correr del tiempo el nombre de Paso Real de las Duranas al vado que atravesaba el Miguelete en aquella chacra. En la zona del Miguelete se reflejaba, como en una pantalla vegetal, la marcha de la República. Cuando las épocas eran prósperas crecían sus árboles, resplandecían sus frutos, lucían sus hortalizas. Cuando los tiempos eran aciagos, como consecuencia de las gestas de la independencia y las posteriores luchas contra los portugueses y brasileños, los árboles eran arrasados, las sementeras se perdían, los cultivos eran pisoteados por las tropas.

El empuje decisivo fue dado en los años del Sitio Grande. Al instalarse Oribe en el Cerrito, en 1843, familias blancas de Montevideo abandonaron la plaza y se instalaron en sus chacras y en sus quintas, levantando nuevos edificios o restaurando los antiguos. Una vez finalizada la Guerra Grande las familias refugiadas en el Miguelete volvieron a sus residencias montevideanas, pero ya no abandonaron la costumbre de pasar, durante los meses de estío, largas temporadas entre sus parques, llenos de árboles corpulentos y flores perfumadas. Esta tradición de prestigio social perduró hasta las postrimerías del siglo XIX. Las deliciosas páginas que José Pedro Bellán ha dedicado al Prado evocan vivamente aquella existencia serena que exaltaba los valores de la vida contemplativa.

El Prado de hoy vibra silenciosamente ante los testimonios edilicios y forestales dejados por el amor a la naturaleza del financista y hombre de negocios francés José de Buschenthal. Llegado a Montevideo en 1849 para desarrollar actividades diplomáticas e incluso financieras, Buschenthal intervino activamente en la vida uruguaya. Una de sus obras más trascendentes fue su quinta, a la que denominó «Buen Retiro» y de la cual era director M. Lasseaux. Ambos, según el juicio de Mariano B. Berro, fueron los que formaron en nuestro país, conjuntamente con Margat, el verdadero gusto artístico y la afición por la arboricultura, horticultura y floricultura. Alli, en un área de 83.825 varas de terreno, equivalentes a 61.852 metros y fracción, levantó su residencia, su parque, su jardín y su cabaña de animales de raza -Buschenthal también trajo los primeros ejemplares de la raza Durham- y plantó legiones de hermosos árboles, que aun hoy cantan al viento su frescura. Cuando se remató en 1872, la quinta fue adquirida por Adolfo del Campo, quien la denominó «Prado Oriental» y la libró al público en 1873. Sobre el núcleo básico de las obras edilicias y los plantíos realizados por Buschenthal, surgió el esplendor del Prado. El gobierno lo expropió en 1889 para dedicarlo a paseo público y nuevas expropiaciones le dieron su fisonomía actual al agregársele las quintas de Morales y la de Agustín de Castro.

En 1902 se crea el Jardín Botánico y en 1912 la Rosaleda, ambos concebidos y realizados por el ingeniero paisajista y horticultor francés Carlos Racine, quien rigió por mucho tiempo la Dirección de Paseos del municipio montevideano. Decia un cronista en 1912, refiriéndose al Parque del Prado, que «en las tardes de verano largas hileras de carruajes y automóviles, llevan a través de las magnificas avenidas del parque a las beldades de la ciudad, escoltadas a caballo o en ligeros coches de guiar, por sus admiradores del sexo fuerte.» En el Recreo del Prado, que había surgido en el local de una de las residencias de Buschenthal, el Ing. Gardelle construyó, en 1912, el Restaurante Municipal. En la casa señorial que fuera de Raffo, Garcia de Zúñiga y Morales, se abrió al público, en 1935, el Museo Municipjil «Juan Manuel Blanes» En otra soledosa quinta se desarrolló el idilio de cuatro décadas entre Elvira Reyes y Julio Herrera y Obes Pero además están los locales de la Asociación Rural del Uruguay, sede de certámenes ganaderos y de clásicas domas, el Instituto Militar de Estudios Superiores, los Institutos Normales, canchas deportivas.
 
La zona del Prado conserva hoy su antiguo prestigio. Bajo sus venerables árboles o muy cerca de ellos se albergan monumentos y estatuas como La Diligencia, la Fuente Cordier, El Peón de Estancia, el grupo Indios Charrúas, a Maria Eugenia Vaz Ferreira, a Maria Stagnero de Munar, a José Arechavaleta, a Carlos Maria Herrera. Silencio, paz y flores, hacen propicio su ambiente para el ensueño y la meditación. En 1868 una sociedad anónima, denominada Fomento Montevideano, decide fundar un núcleo de población en los terrenos de Estomba, frente a la capilla Jackson, que recibió el nombre del Inca que reinaba en el Perú al tiempo de la conquista.

Capilla Jackson

La piedra fundamental de Atahualpa fue colocada por el presidente de la República general Lorenzo Batlle; en derredor de la antigua quinta del sabio sacerdote Dámaso Antonio Larrañaga, donde luego surgió la  residencia de don Alejandro Gallinal, se nucleó un centro de casas amplias, rodeadas de vastos y umbrosos jardines. En la actualidad el Prado y Atahualpa forman una unidad casi indisoluble. Ambos comparten el prestigio de haber sido cuna o residencia de hombres ilustres, como Vaz Ferreira y Julio Herrera y Reissig. Ya muy lejano aquel dia de fines de 1888, en que en «breacks», en victorias, en cupés, en landós, en americanas o en humildes jardineras o «birloches» acudieron unas 30.000 personas al entonces llamado Prado Oriental para ser protagonistas de las tan famosas como populares romerías españolas, hoy ambos continúan siendo, aunque con muy disminuida intensidad, paseo soleado de los domingos, rincón remansado de los barrios aledaños.

Del libro: Los Barrios de Aníbal Barrios Pintos

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