La bisnieta de Artigas

En la mañana soleada, las antiguas calles del barrio de la Aguada, recortan sus caseríos evocadores de tiempos provincianos. Allí, donde Minas termina, desembocando su empedrado de cuña y sus muros de otro siglo en el gran escenario moderno del Palacio Legislativo, a la puerta de un zaguán vecinal, estrechamos por primera vez, conmovidos, las manos de una viejecita de vivo mirar y altivo porte. Ya nos lo han anticipado: “Cuando conozca a doña Julia Gadea de Gadea, bisnieta de Artigas, se quedará asombrado de su parecido con el Héroe”

Y así ocurre, en efecto. Es como si el perfil físico de la leyenda, volviendo del pasado, se presentase de pronto a nuestros ojos. No podemos reprimir nuestra emoción y con ternura, examinamos y recorremos aquellos rasgos, mientras las dulces palabras de la viejecita, de acento firme y claro, nos acogen e invitan a pasar, con innato señorío. Son los mismos ojos azules, ligeramente acerados; la misma nariz aguileña y osada, el mismo mentón pronunciado revelador de un fuerte temple, la misma frente amplia e inteligente.

El historiador amigo Ariosto Fernández, que tanto ha profundizado en la investigación artiguista, nos decía hace algún tiempo, luego de recibir un interesante material fotográfico, de la Puebla de Albortón, el municipio aragonés en donde surgió hace más de dos siglos la estirpe de los Artigas: “Los Artigas tienen un gran poder transmisor de sus rasgos fisonómicos y de sus características individuales, de generación en generación». Y nos mostraba fotos de los actuales descendientes españoles de esa estirpe, hombres y mujeres, en los que aparece reflejada esa singular similitud, no atemperada por el paso del tiempo.

Izquierda: El remanso apacible de la calle Minas, allá en la Aguada, es el marco vecinal en donde transcurre la vida modesta de la nonagenaria descendiente Artigas. Derecha: Contraluz hacia el Palacio Legislativo. ¿Tendré que abandonar esta casita, en donde vivo tan tranquila, desde que don Germán Barbato me la cedió?

La observación de Ariosto Fernández acudia a nuestra memoria mientras contemplábamos el rostro venerable de doña Julia Gadea de Gadea. Del general José Artigas, sólo existe un testimonio iconográfico directo, el dibujo hecho por el sabio naturalista Bonpland, cuando visitó al Héroe, ya muy anciano, en su exilio del Paraguay. La cabeza de esta viejecita vecina de la Aguada es la misma que dibujó Bonpland del natural hace más de cien años. Constituye un testimonio vivo de la fidelidad de aquel dibujo histórico, tan caro al corazón de los uruguayos. Quienes, pintores, retratistas o historiadores, quieran recoger en el presente ese testimonio para atesorarlo como un documento artiguista de futuro, harían bien en visitar la tranquila casita de las calles Minas y Madrid y copiar esa cabeza, estudiando al propio tiempo el físico y el carácter de doña Julia Gadea de Gadea.

A los 89 años, membruda y vigorosa como todos los de su estirpe, doña Julia lee y cose sin lentes, y conserva intactos los atributos espirituales de una firme personalidad.

En una conversación animada e inteligente, doña Julia nos ha narrado su vida. Tiene ahora 89 años de edad, pero se conservan sanos y fuertes, su mente y su cuerpo, pequeño, pero de vigorosa traza artiguista. Nació el 28 de enero de 1869 en Las Pavas, una región típicamente criolla del departamento de Treinta y Tres. Sus padres fueron Liborio Gadea y Clementina Sans de Gadea. Su abuela paterna, según nos lo expresa, fue Fortunata, la hija de Artigas casada con Gadea. Siguiendo una costumbre ya al parecer tradicional en la familia, Julia Gadea se casó en 1903 con su primo Olegario Gadea, también nativo de Treinta y Tres, e hijo de Juan Gadea y de Fermina Román. El matrimonio se realizó en La Unión, en donde se crió y residió durante casi toda su vida doña Julia. Enviudó en 1908 y desde entonces su existencia fue muy dura y difícil. Ni ella ni su esposo conocían su ascendencia artiguista, descubierta mucho tiempo después. Su esposo, militar, murió pobre, después de haber sido en 1904 según nos expresa doña Julia, asistente de don José Batlle y Ordoñez en Piedras Blancas, sin que nadie conociese, por entonces, la identidad histórica de aquel soldado. Desde que tenía un año de edad, Julia Gadea vivió en la calle Pan de Azúcar, en la Unión, cerca de 8 de Octubre. Allí se casó, enviudó y crió a sus dos hijas, haciendo frente valientemente a la vida en dura lucha con la pobreza. Durante 30 años estuvo empleada como doméstica en casa de la familia Carrau, que también ignoró siempre el parentesco artiguista de aquella sufrida e infatigable mujer, leal en el afecto y en el servicio.

—Yo —dice doña Julia— nunca supe nada de mis antepasados y estoy segura que mi esposo tampoco. Hasta que hace ya años, investigadores que indagaban la descendencia artiguista localizaron a doña Julia Gadea de Gadea en su pobre trabajo y en su pobre casita de la Unión. Entre ellos el Dr. Geille, el profesor Ariosto Fernández, el Dr. Moreno Zeballos. Primero se le procuró una pensión a la vejez y luego una graciable, como descendiente directa de Artigas. Hace 15 años que doña Julia cobra esta pensión, que ahora suma 156 pesos.

Correspondencia para doña Julia. Con respeto afectuoso, el cartero saluda a la gentil viejecita, a la cual, aunque no a menudo, escriben personalidades del país.

Con tal cantidad, desbordada hace ya tiempo por el costo de la vida, doña Julia sigue viviendo pobremente, pero con dignidad, abandonados hace ya años sus antiguos duros menesteres. La casa en que reside, modesta pero decorosa, de propiedad municipal, se la proporcionó en 1951 el entonces Intendente de Montevideo don Germán Barbato, por quien doña Julia guarda mucho afecto y reconocimiento. Allí vive apaciblemente, rodeada de la devoción de sus vecinos y acompañada por su fiel amiga, la señora Blanca López de Villariño, que tiernamente le da el tratamiento de abuela.

Aunque sin envanecer, doña Julia se siente con razón orgullosa de su ascendencia artiguista. Mantiene un vivo culto por su gran antepasado, de cuya vida ha leído mucho. La dignidad y el señorío con que actúa dentro de sus sencillos hábitos y de su pobreza, son propios de su individualidad, pero también hay en ello una manifestación consciente de lo que su ascendencia significa. Oyéndole hablar con firme acento, se tiene a poco un índice de su carácter y entereza. Hace años, en una ceremonia patriótica artiguista, a la que asistía el entonces presidente general Baldomir, se presentó de improviso; y sin inmutarse ni vacilar, se dio a conocer, declarando que consideraba justo que el Estado mejorase su situación. Ese fue el origen de su actual pensión graciable. De gran vitalidad y fortaleza, a pesar de sus 89 años, doña Julia cose y lee sin lentes, arregla por sí misma su habitación y pasea diariamente. Fina y obsequiosa, nos
convida con masitas y licor, a la vieja usanza, mientras nos habla con cierta inquietud de su casita.

—Hace poco me avisaron de la Intendencia que la van a demoler, pero que me darán otra. Yo no sé, señor, si cumplirán. Vivo muy tranquila aquí desde que el -Sr Barbato me ayudó, pero si tengo que salir de esta casa no me alcanzará la pensión para pagar el alquiler de otra.. Hace unos meses doña Julia estuvo enferma en el Hospital Militar, donde la atendieron solícitamente. Expresa su gratitud para cuantos la atendieron allí y nos pide que la hagamos pública.

En su pulcra habitación, que ella misma acondiciona con diligencia diaria, doña Julia conversa con su buena amiga y compañera, la Sra. Blanca López de Vallarino.

Cuando nos despedimos de esta viejecita gentil, que nos colma con sus atenciones de abuela buena, seguimos pensando, como en todo el curso de la entrevista, en el destino oscuro de los descendientes de Artigas, merecedores de mejor suerte. Doña Julia es la última de 16 hermanos de la familia Gadea Sans. Todos los demás han muerto ya, y ella lo que queda de la descendencia directa de aquel gran capitán guerrero de las fronteras de Santa María, Misiones y Santa Tecla; primer caudillo de los orientales, estadista y político de pensamiento ilustre, abanderado de la libertad americana, batallador indoblegable ante la adversidad y vencedor de ella ante la historia.

Pero esta viejecita, pobre, modesta y olvidada es sin duda una auténtica Artigas y sabe llevar con honor la sangre de su glorioso antepasado.

Guadalupe Vidal.

(Especial para EL DIA) Publicado el 4 de Enero de 1959

Unos años después la revista Reporter decía:

Todos los presidentes me han recibido, y este Haedo no se me va a escapar»… Y la venerable anciana  de 99 años —según establecen sus documentos— sacude enérgicamente su índice en gesto iracundo. Erguida, menuda, en tensión casi combativa. Julia Gadea de Gadea Artigas, bisnieta del gran caudillo del Plata,  cuenta con ímpetu y desorden montoneros su historia, que es una  historia sencilla, de pobreza y trabajo. En un edificio que el Municipio adquirió para demoler y que sobrevive debido al feliz hábito  nacional de demorar los planes de obras públicas, ha obtenido doña Julia su precario alojamiento.

—»Aquí todo lo hago yo; barro y lavo y hago las compras. Si toda la vida lo he hecho, no veo por qué no lo voy a hacer ahora». Después impone con gesto dinámico e inapelable una visita al apartamento y exhibe con orgullo de pobre, su ordenada limpieza. Algunos desvanecidos retratos familiares adornan   el dormitorio. Encima de la alta y antigua cama luce la fotografía de un sargento —su esposo—    luciendo un uniforme al uso de 1905. —»Fué asistente de Batlle; lo hirieron en la revolución y nunca   se curó de sus heridas. Murió en 1908″ informa la viuda, lacónicamente. —Usted debe tener mucho para    contar de esas revoluciones. —»Qué me voy a acordar. Mi madre me trajo a Montevideo en época de Latorre y de aquí no he salido. Lo único que recuerdo es lo que he tenido que lavar y planchar en todos estos  años». Doña Julia puede citar con satisfecha precisión, casi con cariño, los lugares en los que  trabajó durante 60 años, como planchadora y limpiadora para Sanatorios, entre ellos el de Lamas y   Mondino.

Durante treinta años se atareó además en la casa comercial de Carrau y Casaravilla. Para doña Julia   Artigas el descubrimiento de su ilustre parentesco significó una gloria inesperada y esencialmente,   una pensión vitalicia. —»A  mi me mezclaron la pensión del finado con la de descendiente de Artigas, que cobró todo junto, en la Caja Militar. Pero es muy poco». Consciente ahora de sus derechos, se ha   comprometido a una dura y singular batalla contra el Estado y el Presupuesto: más exactamente,    contra los gobernantes. No pide, exige. Y lo cuenta así: —He ido solita a ver a todos los presidentes.  Una vez el general Baldomir preguntó quién era esa señora que charlaba con tanta energía. Era yo que quería hablarle. Y él dijo: «Bueno, cuando se calle que pase enseguida a verme».  Y me hizo aumentar   la pensión».

—Siendo presidente del Consejo el Dr. Zubiría, también lo vi. Alto, elegante. Me atendió, si, pero  tuve que decirle, cansada de esperar en una poltrona: «No vengo a tomar el té». —Luis Batlle Berres me  ha ayudado. Al Hospital Militar me mandó, una vez, cincuenta pesos». Con tono iracundo nos narra su entrevista con el ex presidente del actual Consejo, don Benito Nardone. —»Hace diez meses estuve   internada en el Hospital Militar. Sin plata. Me enteré que la señora de Nardone hacia obras de  beneficencia y le mandé decir de mis necesidades. No tuve respuesta. Pero me la guardé, y fui al Consejo a hablar con Nardone. Me miraban todos. Quién será, dirían. Me tuvo que escuchar. Yo lo llamaba  derechamente «Chicotazo». La señora no le había dicho nada de mí, pero estaba en una pieza al lado  del despacho. Me dio $20.00. Eran las fiestas de fin de año. Para un pan dulce. —Y este Haedo no se  me va a escapar. Tome nota pues, el nuevo presidente. Esta nieta de Artigas, espejo de las clases   pasivas del Uruguay, combatiente ejemplar en su lucha por el Presupuesto, hace pensar casi   melancólicamente, en la distancia que media entre la historia de la Patria Vieja y nuestro presente de  burócratas y conformistas.

Desde hace seis meses la acompaña Blanca Sánchez, señora de raza negra, a quien Daniel Fernández   Crespo le encomendó acompañar a doña Julia. Blanca entra tímidamente en la conversación: es nieta de  Hipólito Sánchez, un colorado que peleó en el Paraguay. Fue de los pocos que hizo toda la campaña y volvió, milagrosamente ileso al país. Pero aquí lo esperaban las revoluciones. «Lo quiso degollar un   blanco —cuenta su nieta— pero el pobre estaba tan apurado por cortar que le hizo el tajo con el lomo  del cuchillo. Quedó bastante mal pero se salvó y cobró pensión». Todo un final feliz.

Publicado el 22 de Marzo de 1961 en la revista Reporter.

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