En el 50 todos los uruguayos estuvieron pendientes del partido final del Campeonato del Mundo, y miles lo hicieron desde esos lugares que para muchos equivalían a un segundo hogar: los cafés céntricos de los que eran habitués, o los bares de esquina en los barrios.
Cafés y bares eran todavía espacios populares y democráticos, propicios al encuentro. Todas las inquietudes humanas constituían pretextos válidos para el coloquio, y no faltaban nunca aquellas que más apasionaban al país como la política y el fútbol.
La radio ocupaba un lugar destacado y central, detrás del mostrador y cerca de la foto de Gardel. Eran aquellos enormes aparatos de madera, entre los que abundaban los que tenían forma de capilla gótica.
Cafés, fútbol y radio
El Campeonato del Mundo del 50 agrupó como nunca antes a todo el Uruguay en torno a la magia del éter. Y a propósito de la final de Maracaná, no debe haber quedado nadie que no haya acercado su oído a un receptor. Un sector considerable de escuchas vivió los avatares del encuentro destinado a transformarse en mito desde los cientos de cafés y bares que entonces poblaban la geografía de Montevideo.
Entre los espléndidos cafés de aquellos tiempos, podemos imaginar el clima reinante en algunos muy significativos en esa tarde tan especial. Por ejemplo el Británico de la plaza Independencia, que abría sus puertas sobre la vieja Pasiva en la cuadra que hoy ocupa la Torre Ejecutiva (ex proyecto de Palacio de Justicia). En ese enorme y melancólico recinto, por una vez cesaron las eternas partidas de ajedrez -que cotidianamente ocupaban un gran sector- , y también las discusiones políticas interminables, para dar lugar al silencio ritual escuchando el receptor a todo volumen junto al humo espeso de toscanos y cigarrillos, compañero infaltable de los cafés cargados y las bebidas fuertes.
En el Boston de la calle Andes casi Mercedes, esa tarde no se oyó el ruido característico de los dados golpeando en las grandes mesas de mármol, y tampoco -en el fondo— los sonidos secos que caracterizan al billar. En medio de su tranquila penumbra acentuada por los lambrices de madera oscura, la atención estaba concentrada en lo que pasaba en Río de Janeiro. Sus cómodos sillones no fueron tampoco testigos, en esas horas, de las usuales conversaciones de los melómanos que salían de las funciones del cercano Estudio Auditorio del Sodre.
En el café Montevideo de 18 de Julio y Yaguarón, se dio tregua en aquella oportunidad a las disputas entre las mesas eternamente en pugna de batllistas de la Catorce y de la Quince. Los mozos solemnes llevaron sus bandejas en silencio, y hasta los pocilios parecía que humeaban con discreción. La música ciudadana tampoco dijo presente, como era costumbre allí en los atardeceres; aunque pasado el fragor de los festejos en la avenida, de pronto en la madrugada solitaria, Jaurés Lamarque Pons -entonces el pianista del café- tal vez haya dejado que sus dedos deslizaran los acordes de algunos tangos bien uruguayos en homenaje a la hazaña del Negro Jefe y sus muchachos.
En los Sorocabana céntricos -plaza Independencia y de Cagancha- se consumieron esa tarde como nunca los pocilios del sabroso café brasileño, preparado con filtro y al baño María. El sabor norteño no le quitó a nadie el entusiasmo para hinchar por Uruguay en la contienda futbolística. Verdaderas multitudes ocupaban las redondas mesas art déco, y también se agolpaban en doble fila en los largos mostradores marmóreos. Allí también el aire se galvanizaba con el relato entusiasta del partido.
De barrio en barrio
En la populosa barriada de Goes el centro de reunión era el café Vaccaro, de General Flores y Domingo Aramburú. Podemos imaginar su gran salón completo, con parroquianos que por esa vez no discutían estrategias futboleras, ni hablaban con entusiasmo de los últimos carnavales elogiando la actuación de Araca la Cana o explicitando su admiración por la juvenil y esplendorosa belleza de Marta Gularte. En religioso silencio miraban con ansiedad los receptores que trasmitían -ellos sí a toda voz- el relato de Solé destinado a la historia. Entre ellos Carlitos Roldán, que más tarde -pasada la tensión y en medio de la alegría colectiva- cantaría una vez más en el Vaccaro «Barrio Reo» de Fugazot.
En la zona de Tres Cruces, la alegre muchachada de Garibaldi y 8 de Octubre seguramente desbordó las instalaciones de Casa Mera, donde bebiendo cervezas Doble Uruguaya o malta Montevideana y comiendo una de las mejores pizzas de la ciudad, aguardó con paciente esperanza ese resultado que sería la señal para salir a la calle, trepar a los tranvías y rumbear hacia el Centro a festejar hasta el amanacer.
En el Rodelú de Malvín marcharon uno tras otro los chopps de barril, el fainá especial y la pizza al tacho, para atender el requerimiento de las parejas y las ruedas de jóvenes de ambos sexos que esta vez no venían a ensayar en la pista central del gran salón los pasos de rumba, al compás de los discos de la orquesta de Pérez Prado, ni a ponerse románticos escuchando a Bing Crosby, ni siquiera a ser fieles a los ritmos uruguayos entusiasmándose con el último tango o candombe de Romeo Gavioli. Porque la cita, ese día, tenía como objetivo escuchar a través de los altoparlantes los detalles de la trascendente contienda.
Una esquina como hay tantas
Aquel 16 de julio la escena estuvo destinada a reiterarse con pocas variantes a lo largo y a lo ancho de nuestra geografía urbana. En tantos de los clásicos «almacén y bar» de las esquinas, con los vecinos acodados en el mostrador de estaño frente a una caña, una ginebra o un vermouth; especiantes frente a la peripecia de sus héroes defendiendo la celeste.
En La Fuerza del Destino de la calle Obligado, en el Poco Sitio de Francisco Llambí, en los Tasende de tantos cruces citadinos, en el gigantesco Mingo de Arroyo Seco, y en tantísimos otros boliches de aquella lejana Montevideo de bares en cada cuadra, el conjuro de la final del Campeonato del Mundo hechizó a decenas de miles de uruguayos.
Texto: Alejandro Michelena
Fuente: Revista Latitud 3035 del 29 de junio del 2000