Hasta treinta años después de la fundación de Montevideo, la raza africana no se conoció en esta ciudad, dicho sea con perdón de algún geógrafo moderno. Recién en 1756 arribó aquí un buque con negros de Angola, primera importancia de esa mercancía de carne humana. Se permitió su depósito en tierra, resultando de ella una epidemia de que fueran victimas muchos habitantes de la ciudad, y los más de los negros introducidos, quedando de éstos pocos sobrevivientes.
En el 67 vino otro buque con negros bozales, como los de la primera expedición. Dióse permiso para el desembarco, destinándose un horno de fábrica de adobe en extramuros, cercano a las fuentes de aguada pública, para su depósito. Con lo ocurrido once años antes, con los primeros venidos, el vecindario se alarmó, temeroso de que se reprodujese la peste, y el Cabildo representó al Gobernador Larrosa que se obligase al Capitán de la nave portadora a llevarlos a la costa del Cerro, donde pusiese hospitales en barraca, lejos de comunicación con el vecindario. La sarna y otros presentes griegos de los negros malsanos eran mal enemigo.
El gobernador insistió en que se obedeciesen sus órdenes, diciendo que la clase de enfermedad de los negros, según el dictamen facultativo, no era grave, v que además, cumpliendo órdenes del rey »la hospitalidad no podía negarse a nadie». Por fin se consiguió que Larrosa desistiese de que se efectuase el depósito en el lugar que había dispuesto, resolviéndose que se permitiera la cuarentena en la costa, entre el Miguelete y el Cerro, distante de la ciudad. Hubo que pasar por la prueba, no sin que dejase de experimentarse la aparición de enfermedades, pero por fin pasó mucho tiempo sin que arribase a estas playas ningún otro buque negrero con esa carga.
En la sucesión de los años, desde el 81 hasta el 86, se habían introducido más negros del Brasil y de África que enfermaron de calenturas pútridas, viruela y sarnícula, por de contado, que antes no se habían experimentado con el extremo que entonces. Así fue que al tenerse noticias de la próxima venida de buques negreros de la Compañía de Filipinas, en el 87, el Cabildo se puso en guardia, velando por la salud pública, y más que de prisa trató de tomar medidas preventivas, que el miedo guarda la viña, acordando que incontinentemente se intimase al apoderado de la Compañía de Filipinas que dispusiese habitación bastante y aparente para su depósito en la boca del arroyo Miguelete, hacia la parte del Cerro, donde en efecto procedió la compañía a la construcción del establecimiento que se conoció por Caserío de los Negros.
Papelito canta. El 31 de enero de 1787, acordaba el Cabildo lo siguiente: «‘Previa consulta de los facultativos Don José Giró, Don Domingo Garrido, Don Manuel Francés y Don Manuel Ramón, se acordó que incontinenti se le intimase al apoderado de la Compañía de Filipinas, que dispusiese de habitación bastante para los negros que se esperaban, y además que sucesivamente vendrán a este puerto, en la boca del arroyo Miguelete, hacia la parte del Cerro, que es el paraje que esta a costa del mar y se nombra Jesús María, distante de esta ciudad tres cuartos de legua, en cuyo puesto deben permanecer precisamente como el más cómodo para ellos mismos y sin riesgo alguno público.
Del mismo modo, que los que muriesen sean enterrados en aquel lugar y no sean sus cadáveres conducidos al camposanto de esta ciudad (era entonces en la Matriz Vieja).
Bernardo Latorre, Francisco Sierra, Joaquín Chopitea, Juan Balbín de Vallejo, Francisco de los Angeles Muñoz, Luís A. Gutiérrez». Ese establecimiento, donde se depositaban en cuarentena los negros importados de la compañía de Filipinas, ocupaba una manzana de terreno bajo muro, teniendo en el centro cinco piezas edificadas, dos grandes almacenes, cocinas, etc., techo de paja.
Por mucho tiempo y hasta principios de este siglo, sirvió para depósito de los pobres negros condenados a la esclavitud.
Vino luego el sitio chico y grande de esta plaza, del año 11 al 14, y otro fue su destino, convirtiéndose en ruinas, quedándole el nombre vulgar de caserío de los negros.
Por disposición de Alvear vino a servir de alojamiento temporario a las tropas españolas cuando evacuaron esta plaza en junio del año 14; y al siguiente lo fue de las de Otorgués. Háganse cargo los lectores cómo quedaría el edificio. Cantando ruinas, en el mayor abandono y apoderándose de él las hortigas.
Ingrata suerte! A río revuelto, ganancia de pescadores. Fueron pagando el pato los techos, las puertas y las ventanas, el ladrillo del cercado y paredes del edificio, de que otros se aprovecharon, y adiós caserío de los negros. «Quien te vio y quien te ve». «Ayer maravilla fui y hoy sombra mía no soy» ¿A quién los médanos cargarle el muchuelo? A la suerte. Que lo entierren entre los que lo conocieron.
Tan fue así que mandado inspeccionar por el Cabildo, en febrero del año 16, ya el pobrecillo contaba con estos dolores y uñateos:
Destechadas las piezas de azoteas, las cocinas y los dos almacenes de veinte varas de largo cada uno. Faltaban cuarenta puertas y ventanas con sus marcos, y más ocho puertas y marcos de las piezas de azotea. El portón principal, también repelus, y las palmas sirviendo de palenque. ¡Bonito cuadro!. Andando el tiempo ni aun vestigios quedaron de él.
¡Que la tierra le sea leve!
Isidoro de María de «Montevideo Antiguo»
El 13 de Diciembre de 1902, Rojo y Blanco publicaba lo siguiente;
Por el Municipio.
Dos cosas buenas ha hecho nuestra Municipalidad en estos últimos tiempos: ordenar el desalojo del llamado palacio de cristal, foco de infección y peligro para la salud publica por el amontonamiento de inquilinos de vida poco higiénica- y la demolición del Caserío de los negros que ha dado lugar a una rectificación muy interesante del viejo y querido historiador don Isidoro de María.
El Palacio de cristal ubicado en la calle Cuareim a los fondos del cuartel del 1 de cazadores, ha quedado solitario y triste sin que retumben en él los ecos de las canturrias y bataholas descomunales de sus antiguos y bulliciosos moradores. Del Caserío de los negros no queda, a su vez, sino un montón de escombros y ruinas. El primero ha cedido a las necesidades de la rigurosa higiene, tal y como la entiende el doctor Lapeyre y el segundo ha cedido a las piquetas de los obreros, sin un quejido doloroso, sin una protesta… en holocausto al progreso urbano y a las necesidades del transito publico.
Se encontrara en adelante expedito el camino y no se recordara al pasar siquiera la existencia en aquel sitio del negro Francisco en quien tanta fe tuvieron en un tiempo los dolientes que acudían a el en busca de tisanas y se sometían sumisos a su voluntad y sus caprichos.
Bien hecho está esto y va nuestro elogio merece por una y otra cosa la Municipalidad, lo que en manera alguna significa que estemos ampliamente satisfechos de su acción…. higiénica y demoledora. El doctor Lapeyre que sabe arremeter con bríos contra la falta de higiene y asea podría en sus paseítos por el municipio observar, como nosotros, algunas cosas feas todavía. Ejemplo el caso: los frentes de las casas que han entrado a la estación del verano tan sucio o desvalorados y feos como vivieron durante todo el invierno. Revise, el vigilante señor Lapayre… revise y encontrara donde ejercer y hacer sentir su acción.
Por otra parte, todo ha de echársele encima a la dirección de Salubridad; otras oficinas municipales tienen también misión que llevar y justo es que nos ofrezcan una demostración de que trabajan. Parques y jardines, abasto y tablada, rodado y rodadoss y cementerios, etc etc tienen, cada una en su género, vasto campo donde proceder.