El asesinato de Venancio Flores

Un miércoles 19 de febrero de 1868, en las calles montevideanas caía ultimado por las manos que armaron las pasiones políticas, el viejo guerrero oriental.

Don Venancio Flores, viejo guerrero que se había batido en cien batallas con intrepidez criolla; que había llegado a ser caudillo de su partido, que terminaba de dejar el gobierno, que había ejercido con poderes extraordinarios, triunfante el movimiento revolucionario por él encabezado; candidato nuevamente a la Presidencia de la República, aquel día las pasiones desatadas armaron brazos mercenarios, y dando principio a una verdadera carnicería —en la que participaron luego, por igual, blancos y colorados— pusieron fin, trágicamente, a la existencia agitada del héroe de Cañada de Gómez y de Yatay.

LA ALARMA

Desde el mediodía, por toda la ciudad se veían multitud de hombres vestidos de negro, con blanco pañuelo al cuello. Después del almuerzo, cuando en el Montevideo aldeano de la época, la larga siesta estival era una institución, llamaba la atención un inusitado movimiento de gente, un pulular constante en bares y fondas, mientras que los bancos de la Plaza Constitución estaban concurridos, por ciudadanos que distraídamente leían diarios o bostezaban mirando el cielo…

La guarnición; con sus soldados de “franco», los otros de retén y algunos de guardia, dejaba transcurrir las horas de aquel día de calor abochornante, tan silencioso, tan sedentario, tan igual a los otros… Pero el destino había resuelto que no fuera un día común. Por eso, exactamente a las dos y media de la tarde, un cohete volador estalló hacia la calle 25 de Mayo según unos, en la esquina del Cabildo, según otros, rompiendo con su explosión la quietud de la ciudad dormida…

LA MOVILIZACION CIUDADANA

Escuchar el estallido del cohete y dejar todós los hombres de traje negro y blanco pañuelo al ceuello, sus aposentadurias de las plazas, sus mesas donde bebían lentamente cerveza en los cafetines y encaminarse, acantonándose, a puntos de la ciudad evidentemente preestablecidos, fué cosa casi simultánea. Aquéllo era una verdadera movilización ciudadana, de gente del partido adversario al florismo.

El núcleo principal se encaminó hacia el Fuerte, casa de gobierno de la época. Otros grupos se dispusieron a sorprender a los centinelas del Batallón Constitucional, que mandaba Olave. Unos treinta sediciosos, se dirigieron resueltamente al Cabildo.

CAE EL FUERTE

Del Fuerte salió el Encargado de Negocios del Brasil, señor Albim, cuando vió a los levantiscos, avanzar hacia la puerta. El diplomático se hizo a un lado y los dejó pasar. Ascendió a su carruaje, y se alejó rápidamente del lugar.

El centinela había sido muerto de un balazo por el ex-comisario Barbot, y antes que reaccionaran los soldados de la guardia, la antigua casa de Gobierno estaba en poder de los insurrectos. El mismo señor Albim aseguró luego que la partida era mandada por don Bernardo P. Berro.

Olave, que ha acudido a su cuartel con toda premura, ayudado por su gente, logra contener a los asaltantes del edificio, cuando parecía inminente su pérdida. En el Cabildo, donde algunos legisladores discurrían tranquilamente, se organiza con la pequeña guardia, la defensa.

Cerradas las puertas de hierro, desde el amplio hall se hace fuego exitosamente a los treinta hombres que pretenden entrar allí. Olave, en un paréntesis de la lucha, despacha a su ayudante Maciel, con el encargo de que se procure un carruaje en la cochería de Passicót, y con él vaya a darle cuenta al brigadier general Flores de lo que ocurre.
—Pero lleve el coche… por si el general quiere venir, como lo creo! Parte Maciel, se dirige a lo de Passicót, se ubica en un carruaje que por un evento estaba ya listo, y va a escapar a la casa de la calle Florida, donde reside Flores. Lleva una noticia, un mensaje, y sin pensarlo, la muerte del viejo guerrero…

LA DECISIÓN DE FLORES

El coche con el oficial Maciel llegó a la Casa de la calle Florida donde vivía don Venancio, cuando el general conversaba en su pequeño escritorio con sus amigos Amadeo Errecart, Alberto Flangini y Antonio María Márquez.

Estaba ajeno el general, a todo lo que venía ocurriendo. Él no tenía, en ese instante, cargo oficial de ninguna naturaleza. Recién su candidatura a la Presidencia de la República, venía siendo agitada por la prensa. Pero era el caudillo, el jefe de su partido político. Las palabras ansiosas de Maciel, la rapidísima versión de lo que sucedía, le dieron a Flores la pauta de los sucesos.

Y acompañado por todos, salió a la calle. Él y sus amigos se ubicaron en el coche, que tomó rumbo al Fuerte, situado, como se sabe, en donde actualmente está la plaza Zabala. El brigadier general iba al encuentro de su destino definitivo.

Cuadro que representa el instante en que atacado el carruaje donde viaja Flores, el vieio guerrero desciende del mismo, siendo apuñaleado.

EL ASESINATO

Cuando el coche llegó frente a la ferretería de Cassarino, el paso fué interceptado por un núcleo de sujetos que comenzaron matando al auriga.

Los amigos de Flores déscendieron del carruaje, siendo recibidos a balazos por los asaltantes. El brigadier general intentó asimismo apearse, pero los puñales certeros y aleves buscaron las visceras vitales, y acabaron con su vida. El cuerpo de don Venancio fué conducido, primero a la acera, en las mismas puertas de lo de Cassarino. Y enseguida a la casa vecina de don Quintín Correa.

El hombre que nunca había temido las lanzas ni la metralla; el guerrero del Sitio Grande y de la campaña terrible por los esteros paraguayos; el hombre que había sido respetado tantas veces por la muerte, vino a su encuentro, en plena calle montevideana, indefenso dentro de un carruaje, cayendo bajo el acero y el plomo que las borrascas políticas habían dirigido hacia él, en aquella media tarde estival del miércoles de Carnaval de 1868.

LO QUE SOBREVINO LUEGO

El general murió sin saber a punto fijo, lo qué ocurría, y menos aún quiénes encabezaban la revuelta. Horas de hecatombe siguieron a la muerte del caudillo.

Vencida la sedición, mientras que los últimos núcleos revolucionarios seguían eliminando enemigos en los extramuros montevideanos, dentro de la ciudad sus adversarios, enconados por el asesinato de su caudillo, se dieron a la caza de los hombres vestidos de negro y con blanco pañuelo al cuello, especie de uniforme puesto de manifiesto apenas iniciado el movimiento.

En la terrible confusión y el subsiguiente caos, perecieron de uno y otro bando muchos ciudadanos. El capitán Mendoza, férvido partidario de Berro, termina con la vida de los comisarios del Paso Molino y el Cerro. En el Manga y la Unión, la sangre corre sin tasa. Y como doloroso epílogo de todo aquéllo, don Bernardo Berro, sindicado como jefe del movimiento, es “fusilado» en las crugías del Cabildo.

Así terminaron los carnavales de 1868.

Juan Carlos Pedemonte

Mundo Uruguayo, 27 de febrero de 1947

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