Delmira Agustini

Yendo para afuera a la derecha. En cuanto usted pasa Ibicuy, dos saguanes juntitos, en una casa reformada no hace mucho. Por esta puerta entró muchas veces la poetisa genial y, un día, al comienzo de una primavera, salió de allí muerta, quebrada la cabeza de un balazo.

En esta calle soñó Delmira; sobre esta calle se asomó Delmira al balcón; detrás de estás persianas pintaba. Le daba por pintar cuadros sin mayor trascendencia, mientras por San José iban y venían los tranvías de La Transatlántica, tan amarillos como pesados, en medio de un desierto adoquinado, sin más entretenimiento que estos cuatro rieles azules, tan bruñidos por las ruedas tranviarias, que parecían hilos de agua, y se dice que de esta agua azul, engañados, venían a beber los gorriones cuando el calor se abatía sobre la ciudad aldeana, allá por la primera década, cuando esta calle era una calle de residencias, sin comercios importantes, con un tránsito de tranvías y carritos de verduleros. Y detrás de estas persianas, con un retrato al óleo —que dejó a medio hacer—, recostado al pie del catafalco, la velaron. En un velatorio de soledad, de tremenda soledad. En que estaba sola, como siempre lo estuvo, esta vez con su sueño eterno; ella, que vivió de sueños y que cuando la realidad física quiso trasmutárselos, ocurrió lo que fatalmente iba a ocurrir.

Que el genio no es para que se le burle de este modo por parte de los burgueses, que creen que el amor es algo que no se parece a lo que la infinita Delmira describió en sus poemas.

LA JUVENTUD DE DELMIRA

Cuando Enrique Reyes, marido de Delmira Agustini, de la que estaba separado, mató a ésta y se suicidó en la pieza que alquilaba en una pensión, en la calle Andes y Canelones -la casa eatá igual, es la señalada por al numero 1206 sobre Andes, en la esquina nordeste-, la poetisa tenia veintisiete para veintiocho años de edad. Delmira Agustini nació un domingo, que correspondió al 24 de octubre de 1886. En la noche que se vio arder la Panadería del Teléfono, en la calla convención, entre las de Durazno e Isla de Flores. Pavoroso incendio, que avanzaba hacia el conventillo frontero y una casa contigua, que ardieron como yesca al iniciarse el amanecer ayudado por los rojos del incendio, Las escenas de salvamento de los del conventillo y la de los caballos de la panadería, tuvieron puntos de dramaticidad que hicieron época. Durapte el día, mueren dos niñitas en accidentes que conmovieron a Montevideo. La hija del escribano de Lisando Freire, muere bajo las ruedas de un tranvía de caballos de la linea Buceo – Unión, y la otra, Luisita Cherri, es aplastada por los escombros del derrumbe de su casa. Ambas tenían poco más de dos años. El dictador Santos, repuesto un poco de la herida que le causara el balazo libertario del teniente Ortiz, va hasta el Prado para que los soldados lo vean. Para mostrar que no ha muerto, como lo anuncian los frecuentes rumores. Poco después lo alejarían para siempre de la patria. Del otro lado del rio muere otro enorme poeta: José Hernández, senador y autor de “Martín Fierro».

Mientras nace Delmira, en Solís se estrena la ópera “Campanone», del maestro Mazzi. En la feria dominical de la calle 18 de Julio se exhibe un carnero de cinco cuernos; el 14.687 sale premiado con $10.000 en la lotería; Dn. Pedro Díaz le regala a Santos un perro «dotado de asombrosa inteligencia» y la viruela, con gran disimulo, va creciendo por el lado del Reducto.

En día y en medio de tan variados sucesos, aparece esta niñita llamada a asombrar en la literatura del mundo. Nace en un hogar pudiente. Son sus padres Dn. Santiago y Da. María Murtfeldt. Y la niña que acaba de nacer, a poco andar los años, comienza a escribir versos. Tan tempranamente que a los diez años publica los primeros y a los veinte edita su primer libro, “El Libro Blanco”, al que el maestro Vaz Ferreira califica de milagroso y añade que lo que más le asombra es que aquella muchacha logre entender lo que acaba de escribir.

No intentemos entrar en la explicación de Delmira. Delmira es un fenómeno inexplicable. Y si tuviera explicación —como muchos que andan por ahí—, ya no sería la poetisa de excepción que fue. El libro se lo prologa Medina Bentancort. Pero nada de esto trastorna las costumbres de la poetisa. Que se asoma al balcón y sale, por esta misma calle San José, con sus padres, y va a sentarse en las tibias noches de primavera y verano, a la plaza de Cagancha, en uno de los bancos, junto a la columna de la Paz (que otros llaman de la Litad, no sabemos por qué), en los tiempos en que la plaza era entera, no la habían partido al medio y andaba por ella un trensito movido por dos carneritos que siempre estaban como con fatiga, en medio del bullicio de los niños, que tironeaban la piola de la campanilla o daban vueltas y vueltas a un supuesto freno en la plataforma.

EL FINAL
«… yo soy el cisne errante de los sangrientos rastros, voy manchando los lagos y remontando el vuelo.»

Este verso prueba cómo el poeta ve, percibe, siente, traduce, avisa, lo que va a ocurrir. Aunque alguien se sonría porque conoce poetas y no le avisan nada. Pero esos no son poetas como éste que se llamó Delmira Agustini. Como Delmira Agustini hubo muy pocos en el mundo. Tanto lo fue, que su muerte es el coronario que corresponde a este teorema de la angustia. El amor físico viene a interferir en aquel amor fabuloso que inventaron sus sueños. El amor soñado, del que ella dijo que provendrían los superhombres, no tenia
nada que ver con esta realidad colmada de desencanto y suciedad en el espíritu.

De tal choque, el 6 de julio de 1914, pocos días antes de la primera gran guerra, nace la tragedia. Ella va a ver a su marido, no obstante hallarse separados legalmente. Es domingo por la tarde. Los demás inquilinos de la casa se han ido a pasear. Sube con presteza los escalones. Son las 16 horas. Los vecinos declararon que solía ir allí con frecuencia. De las 16 a las 18, nadie percibe nada anormal. A esta hora, un vecino oyó dos detonaciones dentro del aposento que alquilaba el señor Reyes. Que se arrimó a la puerta y oyó un quejido. Que, asustado, bajó a dar cuenta al vigilante de la esquina de lo que había oído. Que éste comunicó la novedad a la comisaría. Que el propio Jefe de Policía, que lo era Dn. Virgilio Sampognaro, vino a llamar a la puerta y que, como nadie le franqueara el paso, la hizo forzar. Que Delmira estaba muerta, caída en el suelo, entre la cama y el ropero. Reyes, en la cama, estaba en coma, quejándose muy débilmente. Vino la asistencia pública en una ambulancia a cargo del practicante Dn. Haroldo Mezzera. Este vendó la cabeza de Reyes, que se moría sin remedio. Fue lo único que pudo hacer antes que un tropel de gentes, vecinos, curiosos, policías, periodistas, fotógrafos, etc., invadieran el ámbito. La noticia se esparció rápidamente por Montevideo, que era una ciudad grande en proyecto. Reyes murió a las 22 en el Maciel.

Detrás de estas persianas, junto a los rumorosos tranvías de La Transatlántica, estuvo amortajada hasta el dia siguiente. Estaba sola. Un cuadro, que estaba pintando cuando salió para entrevistarse con su marido, al pie del catafalco.

Y bajo temblorosa luz de las velas, al rielar sobre el raso de la mortaja, parecía espirar.
Fue la única esperanza que se mantuvo.

Publicado en la Revista Mundo Uruguayo en 1955, numero 1901

Andes 1206, canción de Garo Arakelian que narra el asesinato como una crónica de la época.

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