Cuesta creerlo, pero es así. Silenciosamente cerro el Telégrafo. Hace unos meses empezó a sorprendernos encontrarlo cerrado los sábados a mediodía. Luego algunas tardes, en hora mucho más temprana de lo habitual, sus cortinas metálicas bajas ensombrecían el atardecer tranquilo de esa cuadra suya en 25 de Mayo, acostumbrados a la luz discreta de sus vidrieras con el fondo de espejos, y a recoger al pasar, aún en la mirada distraída, la imagen de una botella prestigiosa un plato de bombones o un postre en su aureola de papel festoneado.
Hasta que un día, hará un mes apenas, un aviso publicado en la prensa y el cartel puesto sobre su puerta —»Confiterías Americana y del Telégrafo unidas continuaran atendiendo a su clientela en 18 de Julio…—» nos enteraban indirectamente del cierre del Telégrafo.
No es vivir en la añoranza del pasado ni cultivar una obstinada vocación de nostalgia o una especial destreza en melancolía el lamentar que desaparezca esta vieja y querida institución montevideana. Basta solo un saludable ejercicio de amor por lo nuestro, por lo que fue nuestro hasta ayer, en una tradición ya casi centenaria, y que ha dejado, de pronto, de serlo.
Una confitería con patina
Fundado en 1866, y desde entonces en su solar de 25 de mayo entre Bartolome Mitre y Juan Carlos Gomez, el Telégrafo era no solo la mas antigua y justamente renombrada de nuestras confiterías, cuya fama llego al extranjero, sino un eje de la vida social montevideana, un lugar de cariño, entrañado en recuerdos para varias generaciones de Uruguayos. Era una de esas confiterías con patina, con anima sensible, con un imponderable sedimento añejo, que se dan en algunas ciudades y lamentablemente, no siempre se conservan: la París o la Ideal en Buenos Aires, Colombo en Rio, Rampoldi en Roma, Lhardy en Madrid, Colombin o Desty en París, entre otras.
Aun después de su reforma de 1935, que le diera en fachada y salones, este rostro definitivo que le hemos conocido, un aura finisecular se desprendía de los cristales ornamentales de sus puertas, de las vitrinas de época -en cuyo doble estante fuimos midiendo nuestra estatura, desde el ademan lejano de levantar un brazo para alcanzar un alfajor o una pasta de almendras-, de la bonhomía afable y discreta de sus mas viejos mozos, y de los espejos. Esos grandes espejos que rodean el salón enmarcados en el lombriz oscuro, reflejan los globos de luz de las arañas y guardaban en su trasfondo el reflejo azulado de las llamas del gas junto a otros reflejos de miradas desvanecidas a través de un siglo. Esos mismos espejos enmarcaron el salón primitivo, dividido por barandales con plantas, separando el salón «para familias», de los billares donde se reunían en sus tertulias los vecinos de la ciudad vieja, cuando todavía no lo era.
Este salón de ahora, el que desde siempre hemos conocido, era, aun en su amplitud, un remanso intimo cálido en invierno, donde, salvo en ciertas horas o días de bullicio, se podía leer, escribir o conversar con calma, frente a una taza de te o café y saboreando las delicias de su pastelería.
El Farmacéutico se quedo
Fundo el Telégrafo Santos Rovera, italiano de origen, y lo dirigió hasta su muerte en 1923. Como símbolo de la ciencia y el progreso -era en 1866-, según consta en la descripción de la marca de la casa, le dio ese nombre y esa enseña que impresa en color rosa vivió como un sello cuadrado repetido en hileras, nos diera tantas veces goloso anticipo al distinguirla en la envoltura de un paquete: la figura del ángel en actitud de volar, sosteniendo en su mano derecha una corneta y en la izquierda un haz de rayos, un pie apoyado sobre una rueda alada que corre sobre unos hilos terminados en dos palos verticales, como los del telégrafo.
Fue Santos Rovera quien contrato en Europa -Italia, Francia, España- distintos reposteros que aportaban sus especialidades propias, fijo, por selección y síntesis, el estilo peculiar, inconfundible, de las celebres masas del Telégrafo. Poco después de su muerte, su yerno, el Dr Pi, nacido en el Uruguay, pero radicado desde muy joven en España, donde ejercía si profesión de medico – era también farmacéutico- vino a Montevideo para ocuparse de la sucesión familiar y ocurrió lo inesperado: el hombre que tenia allá su situación hecha, se enamoro del Telégrafo -la expresión es de sus hijos-, se quedo en Montevideo, enfrento la crisis económica del 30, hizo la reforma de la casa y le dio nuevo pulso. (hubo, inclusive, durante algún tiempo una sucursal del Telégrafo en 18 de Julio y Rio Branco, donde esta ahora la confitería Ateneo.)
Doce Platos y cinco postres
Pero el Telégrafo no era solo confitería con su salón, su sala de ventas, mas las de fiestas en la planta alta. Tenia ademas otra vida, cumplía fuera de la casa, a través de la ciudad y e el interior de nuestro país el servicio de recepciones de banquetes. Y aquí su historia esta vinculada a la historia intima de nuestras familias o a los fastos de nuestros gobiernos. Gracias a la gentileza de los señores Pi Rovera hemos podido conocer una colección de menús servidos por el Telégrafo que a la vez que un testimonio de la capacidad y aguazamiento gastronómico de nuestros antepasados en un museo de sabores imaginarios y un regalo para los ojos con sus delicadas impresiones, sus grabados y ornamentos. Comidas servidas en el Parque Hotel, en el Club Uruguay, En el Hotel Lanata, en el Grand Hotel Central et de la Paiz, en el Gran Hotel Oriental, en el Hotel Pocitos, en el Hotel Pyramides.
Menús desde 1895 a 97, impresos en moire verde azulado o en raso marfil. Uno de 1910, con una cinta de razo oro pálido, deshilachada, formando un lazo en cubierta. Banquetes oficiales, diplomáticos, de amigos -uno del Poder Legislativo en homenaje al Centenario de las Instituciones del año 13-, donde se servían cadenas eslabonadas de doce platos y cinco postres, acompañado cada uno de su correspondiente vino, de Jerez al Champagne, mas cognac y licores. Allí las ostras frescas, los canapés de caviar, las mouses de foie-gras, el potage aux perles du Japon (!), el faisán, el pavo trufado, la selle d´agneau, las becasinas, las salsas con champignons o los marrons glaces, infaltables, son un lugar común. ¡Y los vinos! En una comida de 1915 se sirve un Haut Sauternes de 1894 y un Pommard 1892.
Cocineros en Brigada
A partir de 1918 hasta 1953 en que el Telégrafo es comprado por la Confitería Americana, la persona que tuvo a su cargo la dirección de este servicio gastronómico fue su mayordomo Héctor Torres, en cuya memoria dinámica se reaniman los fastuosos banquetes del Teatro Solis en 1930, o del Palacio Legislativo cuando la Conferencia Panamericana del mismo año, banquetes de 500 a 600 comensales. Con una devoción que pareciera aplicarse a pertenencias familiares, evoca la cristalería de Baccarat, cuyo servicio completo, para tal numero de invitados, incluía ocho copas distintas por cubierto, la manteleria de hilo, italiana, bordada con la marca del Telégrafo: había manteles hasta de cien metros; La vajilla de Limoges o de Bavaria y los cubiertos italianos de plata labrada, el juego de Christofle o un tercer juego de plata alemana.
Entonces el Telégrafo servia a todas las Embajadas, y en los cambios de gobierno cubría las recepciones en barcos extranjeros de visita en el puerto -acorazados, cruceros o fragatas- para 1000 a 1200 invitados.
Estaban ademas las innumerables comidas recepciones privadas, los casamientos, las fiestas en estancias. Para una de ellas, en el departamento de Durazno, se traslado una brigada de 10 o 12 cocineros y 50 mozos, mas los fiambres y los postres previamente preparados, y estuvieron allí sirviendo almuerzos y cenas, durante doce días.
Si se le pregunta a Héctor Torres a que atribuye la calidad especialísima de los productos elaborados por el Telégrafo, responde de inmediato: a la calidad de las materias primas utilizadas (algunas provenían de la granja propia del establecimiento, en San Jacinto), y a la competencia y al celo profesional de sus reposteros, cocineros y de todo personal en cada una de sus funciones. Recuerda a un repostero que -al tacto- era capaz de distinguir la graduación en ceros de la bolsa de harina equivocada en un envió. Allí todos trabajan a gusto con libertad y responsabilidad, con amor y orgullo del oficio.
Puede imaginarse lo que supone de labor administrativa la organización de una empresa semejante, mantenida a traves de tantos años, con un horario de trabajo casi continuado.
El Horno, como el Solís
Esto en ultima etapa, después del 20. ¿Qué decir entonces de la tenacidad de pionero de Santo Rovera, cuando en nuestro país no se producía nada y la harina venia de Rusia y de Italia? Cuando llegaba hielo se almacenaba en una gran batea que aun existe en los sótanos, entre los espesos muros de piedra -el lugar mas fresco- y se publican avisos en los diarios comunicando a la clientela la fabricación de helados en los próximos días.
Hay otro elemento que tuvo, según parece, un papel importante en la calidad de los productos: el horno del Telégrafo, el gran horno primitivo de ladrillos, conservado y usado hasta ahora, ademas de dos hornos modernos eléctricos.. Su bóveda permanece intocada, pues en las reparaciones o limpiezas nadie se atrevió a modificarla, tal era la perfección de sus tiempos y el sabor que toman allí el lechón o el pavo. Era una bóveda perfecta, una de esas cosas…»como la acústica del Solis», concluye Héctor Torres, para dar un ejemplo rotundo e ilustre.
Complejos factores economico-administrativos han hecho insostenible la continuación de esta empresa. Vinculado a ciertas galas rituales del vivir, el Telégrafo quedara en el recuerdo de las masas o el Saint-Honore de los cumpleaños, los tocinos del cielo con que se celebraron exámenes, un sabor de infancia a caramelos de guaco, los helados que en tardes de verano, envueltos en su corteza de hielo compacto llegaron -en tranvía- a lejanas casas, o las pequeñas reliquias afectivas guardadas: una servilleta de papel floreado o una caja de caramelos Pascal.
Cerrado el Telégrafo, dispersada su utileria, sus sillones de esterilla amontonados, las vitrinas vacías, las bomboneras de los años 20 y 30 exhumados para el remate, entre vajilla, enseres de cocina, frascos, sus salones tenían, cuando entramos a fotografiarlos un aire contaminado de postrimerias, una desolación de mudanza algo de naufragio inventariado. No es raro que algunas fotografías hayan quedado sordamente veladas y conmovidas.
Publicado en la revista Reporter en 1961