La Lotería Uruguaya

Ya en el siglo VI a.c. Anaxímenes de Mileto aplicaba el término «fortuna» a aquel elemento de la vida que el hombre no puede calcular de ninguna manera. Aunque en los últimos veinticinco siglos no ha faltado quien afirmara que el hombre trabajador y talentoso puede conducir por sí mismo las cosas sin necesidad de dejarlas libradas a la suerte, la tentación de apostar a ese elemento imprevisible ha sido una constante del género humano.

Acaso es por eso que los enemigos de los juegos de lotería los vienen fustigando desde hace tanto tiempo con el argumento de que alientan la esperanza del enriquecimiento sin trabajo y el hábito de confiar en la suerte incierta y no en la labor y en la inteligencia. Pero la lotería parece no darse por enterada… Tiene una historia muy larga y hoy día goza de excelente salud.

«Fortuna Favet Fatius»

Del desdén con que muchos miraron en la antigüedad a Fortuna, deidad hija de Océano y de Tetis según Hesíodo, es elocuente testimonio la máxima latina «Fortuna favet fatius» (la fortuna favorece a los tontos) que resume todo el desprecio que pueden llegar a merecer a los laboriosos sin suerte, las mercedes que la esquiva creación mitológica distribuye arbitrariamente entre la gente sin mérito. No obstante lo cual, Roma llegó a tener hasta veintiséis templos dedicados al culto de la deidad de marras.

Para que por igual tontos e Inteligentes pudieran probar los misteriosos designios del azar, Montevideo tuvo en 1818, por iniciativa del barón de la Laguna, su primera lotería. Mejor dicho: la segunda, porque había existido un intento frustrado de establecerla cuatro años antes. Pero no fue hasta 1818, con la lotería a beneficio de los niños de la inclusa, que la ciudad ocupada por los portugueses pudo proclamar, como las grandes capitales europeas, que una plausible obra humanitaria se sostenía con la colaboración de muchas personas que unían su contribución a la esperanza de ver acrecentados sus caudales.

La desaparecida Casa de Comedias, a media cuadra del Fuerte (hoy Plaza Zabala), donde según Isidoro De María, se jugaba noche a noche la lotería de cartones.

En 1820 el juego de «lotería pública a beneficio de los niños expósitos y Hospital de Caridad» era explotado aquí por el vecino Ladislao Martínez, quien pagaba al Cabildo por el monopolio de este ramo cien pesos mensuales y obtenía como beneficio el 25% de las ganancias, más los premios no cobrados en el lapso de noventa días. Era fiador de Martínez, el patricio don Francisco Joaquín Muñoz. Un año después, el rematador de «la lotería a beneficio de la Casa de niños expósitos y Hospital de Caridad», Antonio Ventura Ortiz, pagaba mensualmente 242 pesos más que su antecesor en el monopolio, lo que prueba que se trataba de un negocio interesante. Fue fiador de Ortiz, el comerciante hamburgués Conrado Rücker. Hasta ese momento el juego dependía del ayuntamiento, pero en 1822 pasó a depender directamente de la Junta de la Hermandad de Caridad, la que lo puso en manos de una comisión cuyas atribuciones fueron cuidadosamente reglamentadas.

Los primitivos sorteos montevideanos se hacían entre ocho mil números y las suertes eran en total cuarenta y ocho: un primer premio de 200 pesos, uno segundo de 100, dos premios de 50 pesos, cuatro de 25 y treinta de 5. Cada billete —cédula se le llamaba en aquella época— costaba un real; en un tiempo venían los billetes fraccionados en cuartos, sextos y hasta décimos, pero luego, obedeciendo las preferencias del público, sé impuso el clásico quinto.

Una historia de origen Genovés.

Los antecedentes más directos de los juegos de lotería deben buscarse en Génova, donde, desde antiguo, existió la costumbre de echar a la suerte los nombres de cinco senadores —el senado se componía de noventa miembros— que debían ocupar ciertas plazas. El público hacía apuestas sobre los que podían resultar agraciados, y las mismas eran objeto de una verdadera especulación que las autoridades, lejos de prohibir, alentaron, llegando a conceder a distintos banqueros privilegios para realizar operaciones regulares de esta índole.

El juego genovés, con apuestas a cinco suertes entre noventa números, se divulgó en Francia, donde fue introducido bajo el reinado de Francisco 1 en el siglo XVI. En Italia quedó el «lotto», en el que había cinco premios que se extraían de un bombo que contenía los números del uno al noventa. Esos cinco eran los únicos números que ganaban, y los jugadores favorecidos por la suerte recibían una cantidad múltiplo de su apuesta. Como el bombo contenía noventa números, la posibilidad de acertar uno de los cinco premiados era de 1/18, lo que significa que para el jugador, en la adjudicación de cada premio, existía una sola probabilidad favorable contra diecisiete.

En el mismo mecanismo estaba inspirada la lotería que por Real Orden de don Carlos III se introdujo en España en 1763. Se llamaba «lotería beneficiata», porque su producto se destinaba a la beneficencia pública, como se había hecho antes con el de la lotería francesa, que permitió construir un hospital en París, en 1658. 

El gran invento Mexicano.

Sobre un esquema diferente del de las loterías de noventa números se organizó este juego en México, en el siglo XVIII, gracias a la genial creación de don Francisco Xavier de Sarria, funcionario español del virreinato de Nueva España, quien, en 1768, inspirándose en antecedentes ingleses y holandeses distintos del tradicional modelo italiano que poco antes había adoptado don Carlos III, presentó al virrey marqués de Croix un revolucionario proyecto de Real Lotería que terminó ganando la preferencia del público en España y América. En la versión mexicana, se vende al público un número determinado de billetes para cada sorteo y se otorga cierta cantidad de premios cuyos montos han sido fijados, previamente, lo mismo que el precio de los billetes. El marqués de Croix aprobó la idea y en su informe destacó que «la lotería es el más moderado de los juegos de suerte, por cuanto se hace a la vista de la autoridad.

El invento de Sarria reviste un especial interés para nosotros, ya que el mecanismo del juego mexicano, impuesto en Nueva España en 1770 y en España en 1811, es el mismo en que se han fundamentado nuestras loterías de Caridad desde la época del barón de la Laguna. Sus ventajas radican en que es más ágil que el juego antiguo de noventa números y asegura al Estado o a las obras beneficiadas un importante remanente. Para volverlo más atractivo y avivar el afán del público, Fernando VII concibió los premios popularmente Ilamados «gordos», entre los que habría de alcanzar celebridad en España el de Navidad.

Viejas loterías criollas.

El juego favorito de Catalina la Grande, la loteria de cartones de noventa bolinas, parece haber hecho irrupción en nuestras latitudes por 1815. Dos años más tarde, el Cabildo montevideano la reglamentó fijando normas relativas al registro de cartones «maestros», la pausa obligatoria después de cantar la tercera bolilla para hacer saber a los apostadores lo que iba en suerte, y otros detalles.

Según don Isidoro De María, jugábase por entonces esta lotería en el café de San Francisco, y como la Hermandad de Caridad accionara contra el ayuntamiento por haber concedido a un particular la licencia de la diversión, los capitulares resolvieron trasladar su monopolio a la hermandad de la noble obra filantrópica, la que pasó a explotarla a beneficio del Hospital en la Casa de Comedias, donde, hasta la etapa republicana, se jugó noche a noche los días hábiles.

En el Hospital de Caridad que hoy lleva el nombre de don Francisco Antonio Maciel, se hacían, en presencia del publico y bajo el control de un escribano, en el tercer decenio del siglo XIX, los sorteos de la lotería de Caridad.

Pero en definitiva, la lotería de cartones quedó relegada a los cafés y a los ámbitos familiares, mientras la llamada a sobrevivir como institución oficial fue la otra, la mexicana, tradicionalmente conocida aquí como «Lotería de Caridad». Sobre el complejo procedimiento de los sorteos de Caridad hace más de un siglo y la intervención de los hoy llamados «niños cantores», una página de don José María Fernández Saldarla revela estos detalles: «Efectuábase la extracción valiéndose de cinco muchachos llamados sorteadores los que, puestos en fila sacaban de una bolsa el primero las unidades de mil, el segundo las centenas, el tercero las decenas; el cuarto las unidades componiéndose de esta manera el numero tal. El quinto era el encargado de desinsacular los premios.

Como tal procedimiento resultaba bastan trabajoso y se corría el riesgo de formar nuevamente números que ya habían salido premiados, la administración resolvió modernizarlo y puso a funcionar dos globos, uno de números y otro de suertes. Pero esto sucedió en 1881, y podría juzgarse historia reciente y no antecedente del tema, que es lo que nos hemos propuesto reseñar en esta breve nota. Lo que no es reciente es el juicio adverso que la lotería monopolizada por el Estado ha merecido a quienes critican el mecanismo consistente en repartir entre unos pocos jugadores parte de lo que arriesgaron todos, mientras el resto queda para el Estado que siempre tiene la seguridad de ganar sin riesgo de perder. Y ni que hablar de la opinión de políticos y moralistas, que han censurado la intervención estatal dirigida a fomentar en el pueblo nada menos que el poco edificante vicio del juego…

Con seguridad no opinan lo mismo los miles de fanáticos que, semana a semana, compran su billete con la esperanza de que alguna deidad de las antiguas mitologías les ayude a multiplicar sus caudales. Algunos pasan años siguiendo el mismo número y mueren sin satisfacer su ambición. Es que Fortuna sigue siendo hoy, como lo era dos milenios atrás, caprichosa y arbitraria. Y si no, que lo digan los que jamás habían comprado antes un billete de lotería y resultaron premiados con la grande el día que lo compraron por primera vez.

Ricardo Goldaracena.

Extraido del Suplemento Dominical de El Dia, numero 2830. Año 1988. 

Fuentes:

Sobre la historia de nuestra Lotería de Caridad escribieron Isidoro De María («Montevideo antiguo. Tradiciones y recuerdos», Libro segundo: «La lotería y la imprenta de Caridad») y José María Fernández Saldaña («Historias del viejo Montevideo», tomo II, Arca, 1967, pág. 46).

La lotería mexicana fue prolijamente estudiada por José María Cordoncillo Samada en su libro «Historia de la Real Lotería de Nueva España», Sevilla, 1962.

Las fianzas de 1820 y 1821, citadas en el texto, se encuentran en los Protocolos del Cabildo, respectivamente en los folios 432 y 364 de los tomos correspondientes a dichos años. (Archivo General de la Nación).

El reglamento elaborado por la Junta de la Hermandad de Caridad el 27-VI11-1822 existe en una publicación de la Imprenta de Caridad del año 1826, de la que posee un ejemplar la Sala Uruguay de la Biblioteca Nacional.

Las normas referentes a la lotería de Caridad, de la etapa republicana, están recopiladas en una publicación del Minsterio de Salud Pública: «Leyes y decretos de la Lotería del Hospital de Caridad», Montevideo, s/f. En este folleto se hallan: la ley de 12-VII-1856 que estableció que las loterías públicas y sus productos son propiedad exclusiva del Hospital de Caridad; el decreto de 10-IX-1858, que prohibió la venta de billetes de loterías extranjeras; la ley de 11-IV-1893, que definió el carácter contractual de la lotería y la autenticidad de los extractos que fijan inapelablemente los derechos de los tenedores de billetes; y la ley de 17-VIII-1898, que contiene disposiciones diversas sobre rifas, loterías y juegos prohibidos.

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