Tertulias en Dictadura

La costumbre coloquial de reunirse para intercambiar ideas, polemizar, reflexionar, filosofar, o simplemente dialogar constituye una rica y larga tradición uruguaya. La misma no cesó ni siquiera durante el largo y oscuro período de la pasada dictadura. En esas condiciones nada propicias fueron unas cuantas las tertulias que surgieron en Montevideo, aunque a quienes no conozcan los detalles de esta historia les pueda parecer mentira.

La afición a «tertuliar» se cultivó desde el siglo XIX en redacciones periodísticas, clubes y librerías, en torno a mesas de café, en domicilios particulares y hasta en medio de las plazas. Se democratizó y afianzó en el 900 -luego de haber sido prerrogativa por décadas de la élite patricia y doctoral- con la aparición de la bohemia literaria que se reunía en aquellos legendarios cafés de la plaza Independencia: el Polo Bamba y el Tupí-Nambá. Siguió gozando de buena salud pasada la mitad del siglo, sentando sus reales en cafés como el Metro, el Libertad y el Sorocabana de la plaza Cagancha, centros del coloquio intelectual y político de la Generación del 45.

El hoy desaparecido Mincho Bar recuperó su vocación coloquial a la altura del año 80

El conflictivo final de los sesenta, y las perturbaciones que siguieron, no aminoraron esa vocación. Y algunas tertulias al viejo estilo subsistieron, como por ejemplo aquella -marcada por la Inquietud Intelectual, la historia grande y las memorias chicas de nuestra comarca- que solía reunir algunas tardes en el Sorocabana al profesor Vicente Cicalese, al Dr. Armando Pirotto y a Carlos Real de Azúa.

El Golpe de Estado de 1973, al borrar de un sablazo junto a todos los derechos esenciales el «de reunión”, generó un eclipse. Pareció que esa costumbre iba a quedar sepultada junto a las libertades de prensa y de opinión, y sin embargo, en los años siguientes volvieron a florecer tenue pero efectivamente en Montevideo algunas tertulias. Es claro que, dada la época, iban a tener características muy peculiares.

Las tertulias en los nada propicios «años de plomo” buscaban tranquilidad y discreción en los rincones de algunos viejos cafés céntricos todavía existentes.

DE LA AZOTEA DE LA UNIÓN A LOS RECOVECOS DE LA BIBLIOTECA

Por mitad de los años setenta se desarrollaron dos tertulias juveniles de las que iban a surgir sendas revistas -Nexo y Sintaxis-, preocupadas por el páramo cultural de ese momento y con marcada inquietud por aportar algo para cambiar ese estado de cosas . El grupo responsable de Nexo era en realidad una tertulia móvil, de un nomadismo casi alucinante. Se reunía una noche de sábado en un rincón del Sorocabana, y a la siguiente semana en el viejo Sirocco de 8 de Octubre y Manuel Albo, y otra vez en el viejo café De los Inmortales en la Ciudad Vieja (en la esquina de Rincón y Juan Carlos Gómez), y más habitualmente -por las tardes- en ese simpático y clásico cafecito Universitario (hoy rebautizado Uni) de Eduardo Acevedo y Guayabo, y en otras oportunidades en la solemne confitería La Liguria de La Unión. Y en este barrio precisamente se ubicó su lugar de encuentro más constante, que fue curiosamente una azotea. Esta pertenecía a la casa de la abuela de uno de los contertulios, Roberto Mascará, y allí -mirando las copas de los árboles de la calle Asilo- se pudo ver al artista plástico Miguel Malfatto, al hoy divulgador científico y narrador Julio Varela, a la crítica de arte Beatriz Güila, al ahora periodista Antonio Ladra, a la narradora Gabriela Revel, al hoy investigador esotérico Jorge Floriano y también a este cronista, en una asamblea permanente y anárquica donde nada de lo humano resultaba ajeno, aunque lo que más entusiasmaba era la poesía como «arma cargada de futuro»(al decir del poeta español Gabriel Celaya), el arte en su condición revulsiva y la identidad cultural por sobre todo.

Tres asiduos contertulios de la peña que se desarrollo en el Sorocabana desde fines de los años setenta. De derecha a izquierda: el poeta Horacio Mayer, el escritor Ricardo Prieto, y el autor de esta nota.

Los hacedores de Sintaxis tenían un perfil algo diferente. Eran estudiantes de Humanidades, profesores e investigadores. Su lugar de encuentro tuvo naturalmente un carácter más académico, aunque no del todo las circunstancias concretas en que se desarrollaba su tertulia. La cita era en la Biblioteca Nacional, que en esos años tenía como subdirector a un militar que, entre otras barbaridades, mandó encerar un mural del Taller Torres García (propiedad de la institución) para que brillara ante sus ojos como si fuera óleo… tal vez por ese motivo concertaban sus encuentros mimetizados en la cantina, entre funcionarios y otros investigadores o utilizaban entrepisos, entonces destinados para depósito, o hasta los descansos de las solemnes escaleras del mastodóntico edificio. Esa tertulia de vocación involuntariamente borgeana -por su relación «laberíntica» con la biblioteca- estuvo integrada, entre otros, por el hoy profesor de lógica simbólica Enrique Caorsi, la profesora de literatura María Isabel Roldán, el poeta Juan García Rey y el especialista en ciencia Mario Saiz.

ENCUENTROS EN BANDA

Nos referenciamos a la editorial Banda Oriental, que por esos años abría sus puertas en un lugar bien céntrico: Yi, entre 18 de Julio y Colonia. En ese ambiente cordial y estimulante en lo cultural, se fueron concretando -casi naturalmente- dos cenáculos intelectuales. Aparte de la editora donde se-albergaban, un punto de conexión entre ambos era la presencia de Heber Raviolo, el dueño de casa, que haciendo gala de su proverbial parsimonia ejercía en los dos agrupamientos una función oficiosa de coordinación. En uno de los encuentros eran presencias habituales los historiadores Washington Reyes Abadie y José Pedro Barrán, el ensayista Alberto Methol Ferré y también esa figura de múltiples inquietudes que fue Carlos Rea de Azúa. Este también frecuentaba el otro grupo, integrado por escritores, al que eran asiduos los narradores Alejandro Paternain, Anderssen Banchero y Héctor Galmés, los poetas Washington Benavídez y Walter Ortiz y Ayala, los periodistas Hugo Alfaro y Alfredo Percovich.

El bar Uni, el antiguo café Universitario, de Eduardo Acevedo y Guayabo. Fue uno de los puntos de reunión de la tertulia de la revista Nexo.

En aquellas ruedas, donde el mate y alguna bebida espirituosa eran buen pretexto para el dialogo fecundo, se afianzó por un lado la excelente vertiente histórica de la editorial, y por el otro se concretó una valiosa colección de poesía, Acuarimántima. Pero además hubo polémicas de gran vuelo Intelectual, como hacia tiempo no se daban en el país; la más memorable de todas fue la que enfrentó -durante semanas, por escrito y a través de las carteleras de Banda- a Real de Azúa con Barrán, por cuestiones históricas (que fuera publicada en separata de Brecha en la segunda mitad de los ochenta).

Escritores más jóvenes, como los poetas Eduardo Milán y Víctor Cunha y el narrador Tomás de Mattos -que por entonces daban a conocer sus obras iniciales en Banda- también se integraron a esa destacada rueda literaria.

TES EN LA GIRALDA Y MATES EN LA BUHARDILLA

En La Giralda, ubicada en Bulevar Artigas frente al Pereira Rossell, se reunían por 1976 la crítica literaria Laura Oreggioni y los poetas Rolando Faget y Julio Chapper. El intercambio literario tenía allí un objetivo bien definido: concretar una editora dedicada exclusivamente a la poesía. El grupo se ampliaba, de vez en cuando, con la visita de los poetas Tatiana Oroño y Rafael Courtoisie, de la crítica Mercedes Ramírez, del humorista Juan Capagorry. Un toque distintivo lo daba el té ritual que Laura Oreggioni pedía, a las cinco en punto de la tarde, mientras los demás contertulios tomaban café o refrescos.

El fruto de esas amables tardes sabatinas fueron las Ediciones de la Balanza, que se abocaron contra viento y marea, heroicamente, a la publicación de buenos libros poéticos en tiempos difíciles, y que lo hizo con obstinado rigor y sin claudicaciones amicales, con ejemplar pureza de criterio.

Por el mismo tiempo, en una melancólica buhardilla de la calle Paysandú, un grupo de jóvenes soñaba con dar vida a una publicación literaria que con el tiempo vería la luz con el nombre de Destabanda. Allí mateaban y discutían, algunas tardes: el telúrico poeta Alberto Aiello, el entonces provinciano Luis Pereira, hoy, el más genuino poeta posmoderno uruguayo y un precursor de la poesía en Internet, la extraña narradora René Cabrera, la buena artesana Sara Venturino y, además, un auténtico dilettante y pintoresco personaje como Ricardo Hasemberg.

DOS CARAS DEL SOROCABANA EN MITAD DE LOS SETENTA

Los anocheceres del Sorocabana en los últimos años setenta, resultaron marco apropiado para el surgimiento de una tertulia literaria muy significativa. Fue la que rodeaba a la poeta Marosa Di Giorgio, por entonces recién llegada a Montevideo desde su Salto natal. Allí se encontraban los poetas Rolando Faget y Elias Uñarte, los narradores Miguel Campodónico y Mario Delgado Aparaín, la escritora Paulina Medeiros, el crítico Wilfredo Penco, el escritor -narrador, poeta y dramaturgo- Ricardo Prieto (al principio, llegando de visita desde Buenos Aires donde residía; integrándose plenamente al retorno, en los primeros ochenta). También participaron de esa mesa privilegiada quien esto escribe, los poetas Eider Silva, Claudio Ross y Horacio Mayer, la narradora Teresa Porzecanski, y una figura legendaria de la poesía como era Concepción Silva Belinzon. Este cenáculo sorocabanense, que se constituyó en un espacio culturalmente rico en tiempos de generalizada mediocridad, tuvo la virtud de mantenerse vivo durante varios años. Allí era posible enterarse -bien frescas- de las noticias literarias de todo el mundo, intercambiar los libros publicados y hacer conocer ante un auditorio calificado la nueva producción de unos y otros. Sobre todo, en aura mágica de aquella mesa -prodigiosa como los textos de Marosa- se respiraba ese aire de libertad que toda creación requiere y que el ambiente del país no propiciaba.

Vista del Cafe Sorocabana en 1977 – Foto de: Panta Astiazaran

La otra cara del Sorocabana coloquial de hace más de veinte años la daba un conciliábulo que casi todos los mediodías ocupaba la zona central del recinto. En torno al veterano periodista Leonardo Tuso se reunían Hugo Byron (seudónimo de un reportero que había tenido su cuarto de hora en los años cuarenta), las poetisas de verso adornado Gloria Vega de Alba y Nelly de Perino, y también un escritor -que treinta años antes había hecho su aporte intelectual en la difusión de la poesía brasileña y norteamericana- como Gastón Figueira. Todos ellos formaban parte, en ese momento, del reducido grupo de gente de la cultura que colaboraba entusiasta y decididamente con el Ministerio de Cultura y el gobierno de la época.

CAÑA Y GRAPPA EN EL MINCHO Y UN SOTANO PARA «UNO»

El año 1980, que trajo al país tantos bienvenidos resurgimientos, fue testigo del renacimiento de las peñas culturales en el Mincho Bar. Este había sido el lugar de encuentro de la que tal vez fuera la tertulia más significativa de comienzos de la década de los sesenta: la que giraba en torno a las figuras de los escritores Clara Silva y L. S. Garini, y que integraban los narradores Manuel Márquez y Ariel Méndez, el crítico teatral y poeta Alberto Mediza, y el entonces joven poeta Ricardo Prieto. Veinte años después algunos jóvenes comenzaron a reunirse en una mesa del clásico bar, planeando entre grappas, cañas y cervezas una revista cultural que planteara una «alternativa» a la situación reinante; la bautizaron -sugestivamente- Cuadernos de Granaldea. Entre los más asiduos estaban la escritora Andrea Blanqué y la narradora Cecilia Ríos; los poetas Eider Silva, Raúl Ferreiro, Pancho Lussich, Luis Pereira y Rodolfo Levin; el escritor teatral Yahro Sosa y quien todo esto evoca.

Interior del Mincho Bar

En el sótano del Club Banco de Seguros se reunía, en los primeros ochenta, el grupo de poetas que iba a concretar a partir de allí las Ediciones de Uno. Eran jóvenes que compartían -con distinto énfasis- una estética renovadora y a contrapelo de la tendencia formalista entonces dominante por aquí. El líder indiscutido del grupo fue el poeta y diseñador gráfico Gustavo Wojciechowsky, más conocido como Macachín, y los más constantes frecuentadores del sótano Agamenón Castrillón, Héctor Bardanca, Magdalena Thomson, Daniel Bello, Antonio Ladra, Luis Damián, Alvaro Ferolla y Richard Piñeiro, entre otros.

Texto: Alejandro Michelena

Fuente: Revista Latitud 3035 del 27 de julio del 2000

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