Guayabo esquina Frugoni

Hay cierto  cruce  cuyo  paisaje  urbano  simboliza como  pocos el sincretismo arquitectonico que es uno de los perfiles mas marcados de la capital uruguaya.  Es la confluencia de las calles Guayabo y Frugoni, allí donde termina la peatonal que corre entre la universidad y la Biblioteca Nacional. la preside un monolito en memoria de Francisco Antonio Maciel -aquel primer filantropo  de  la  provinciana  ciudad  colonial-  que murió  en  ese  lugar preciso  el 20 de  enero  de  1807, cuando los montevideanos repelían las invasiones inglesas.

Algo  que  siempre  ha  llamado  la  atención  a  extranjeros sensibles de  paso por Montevideo, es el extraordinario sincretismo que muestra su perfil urbano. Es algo claramente verificable en muchas cuadras de la  Ciudad Vieja, en las que conviven, en rara armonía, frugales caserones coloniales con otros pomposos y neoclásicos desmesurados experimentos neogóticos y audacias art nouveau.

Esta característica de Montevideo -que es uno de sus auténticos toques de distinción- se explica por la condición «portuaria»,  es decir,  abierta a los vientos del mundo, que la marcó desde su origen, afianzada luego por las diversas y plurales oleadas inmigratorias que fueron multiplicando su población. Entre los que llegaron para quedarse y los que estuvieron aquí, por un período, hubo arquitectos y constructores que se  habían formado en muy diversas  escuelas  estéticas.  Y quienes  les contrataban, sobre todo en las últimas décadas del siglo XIX, pertenecían a una burguesía con ambiciones cosmopolitas que ya no era  la  tradicional clase patricia, y cultivaba puntualmente el ritual del viaje a Europa y la estadía por muchos meses en París.

Así se estableció la base cultural que alimentó el especialísimo perfil urbano de la capital uruguaya, el que siguió vigente por lo menos hasta pasada la mitad del siglo XX, proyectando sus perfiles a la llamada «ciudad nueva» (el actual Centro) y a los barrios.

Monolito en memoria de Francisco Antonio Maciel

Y es naturalmente en los más antiguos donde resulta notoria esa condición sincrética: la mezcla de estilos y tendencias que ha generado un paisaje ciudadano, sólo posible en ciudades como ésta. El Cordón, por ejemplo, es rico en tal sentido. Pero hay un cruce de calles donde se establece quizá -sin violencias- una de las combinaciones más extrañas en materia edilicia, simbólica y estilística.

Una esquina como hay pocas

Es un lugar ubicado en medio de la zona estudiantil por excelencia de Montevideo. Detrás del edificio central de la Universidad y a una cuadra de 18 de Julio. Concretamente donde la peatonal desemboca en Guayabo, para seguir luego hacia el sur como calle Emilio Frugoni.

La cuadra está cerrada al tránsito automotriz desde fines de los años 60, pero durante veinte años fue sólo un pasaje triste y sin gracia, un ancho callejón que únicamente tenía alegría un mes al año, cuando allí se instalaba una feria artesanal. A mediados de los años 90 llegó el momento del cambio, y la peatonal fue mejorada con árboles, canteros de césped, juegos infantiles y bancos estratégicamente ubicados como para mejor disfrutar de los diversos y ricos estímulos visuales que, a nivel urbanístico, presenta el sitio. Estas mejoras permiten, llegado el caso, que el lector de esta nota pueda comprobar -sentándose en el banco, que mirando al sur está casi sobre Guayabo- o que aquí se describe.

En ese cruce confluyen un ángulo de la parte trasera de la Universidad, un templo religioso, un edificio de apartamentos, y una de las canchas deportivas del IAVA, detrás de gigantescas y añejas rejas. Lo interesante es la variedad contradictoria que plantean estas edificaciones al enfrentarse, y el efecto especialísimo que esa combinación ofrece a la vista y a la reflexión.

Solemnidad pedagógica y misticismo a la británica.

En el final de la peatonal Frugoni, a un costado vemos la imponente mole neoclásica del edificio central universitario, concebido para dar -desde todos los ángulos- una sensación de majestuosidad.

Con sus grandes ventanas, su buhardilla con techos a la mansarda en las esquinas, sus cariátides y estatuas en lo alto de la fachada y los accesos por la avenida, este edificio fue hijo de aquel país optimista y pujante de las primeras décadas del siglo que pasó, necesitado de emblemas palpables que simbolizaran, a todo nivel, la condición reafirmativa, la confianza en el futuro de aquella sociedad de entonces, alegre y confiada. El inmueble, que ocupa una manzana, se inauguró el 22 de enero de 1911, siendo obra de los arquitectos Juan M. Aubriot y Silvio Geranio. Albergó por décadas a las facultades de Derecho y Ciencias Económicas, así como a la Biblioteca Nacional y las oficinas centrales universitarias. Hoy, todavía siguen allí Derecho y Notariado y también dependencias del rectorado.

Lo interesante del caso es cómo se relaciona ese ángulo trasero de uno de los emblemas del proyecto democrático-racionalista, laico y cientificista, con la extraña mole de un edificio religioso que parece salido de una pequeña y grave localidad de Nueva Inglaterra, o de un rincón perdido de la propia campiña británica, que alude inequívocamente a la despojada mística cristiana de raíz sajona.

Es un edificio neogòtico de ladrillo a la vista, con vitrales policromos y una torre esquinera. Un pequeño jardín lo aleja de la peatonal, y una reja mantiene a distancia al caminante. Si tuviera las lápidas funerales alrededor sería escenario adecuado de una clásica película de terror o de una novela policial a lo Agatha Christie.

Fue construida como parroquia anglicana, o sea, perteneciente a la Iglesia de Inglaterra (la que tiene como cabeza nada menos que a la propia reina Isabel II). Desde hace unos años hubo allí un cambio religioso, y ahora celebra sus ceremonias templo la Tercera Iglesia de Cristo Científico.

Esta es una de las tantas vertientes cristianas surgidas en el verdadero semillero plural de propuestas religiosas que fueron y son los Estados Unidos. Su fundadora, una vidente y curadora llamada Mary Backer Eddy, consideraba que la palabra de Dios -los textos bíblicos- tiene un poder terapéutico. Basándose en las curaciones realizadas por Jesucristo y sus discípulos, llego a la conclusión de que no son necesarios ni los médicos ni las medicinas y que la curación se puede lograr a través de la religión. Ella elaboro una verdadera «ciencia curativa» de inspiracicon bíblica, plasmada en sus libros que son de lectura y meditación continua, por parte de sus seguidores. Es claro que la Ciencia Cristiana de hoy ha moderado un poco la radical propuesta de su fundadora, para no chocar frontalmente con los criterios sanitarios de los países donde ejerce su ministerio espiritual.

Pitagorismo versus culto al lisico

Cruzando Guayabo el enfrentamiento es otro y el sincretismo se torna más complejo. Por detrás del edificio de la Universidad, del otro lado de la calle, una inmensa reja -similar a las de algunas viejas casaquintas de Colón o el Prado- deja ver canchas de basquetbol y fútbol, donde infinidad de estudiantes han practicado tales deportes, desde la segunda década del siglo XX hasta el día de hoy. Es el más viejo complejo deportivo del país vinculado al área educativa, con su inmenso y característico gimnasio cerrado. Más atrás se vislumbran los techos inconfundibles del Instituto Alfredo Vázquez Acevedo (el popular IAVA, donde culminaron sus estudios secundarios tantas generaciones de montevideanos).

El edificio es unos años anterior al de la Universidad y, en su estilo, no niega su leve tributo a la estética en boga en ese tiempo: la del art nouveau. Tal vez por eso es que no produce una impresión monumental y tiene, incluso -en el dibujo delineado en sus techos a dos aguas-, hasta un toque levemente festivo. Sin embargo, no deja de imponerse al mirarlo de cerca, con la altura de sus dos pisos y planta baja, con las inmensas ventanas, con la letanía de los nombres en relieve de escritores, científicos y filósofos de todas las épocas.

Se puede aventurar que el perfil del IAVA fue correspondiente -un poco después del 900- con el espíritu innovador, vanguardista de la cultura del país en aquel momento. Mientras que su monolítico vecino de adelante se sintoniza, muy pocos años después, con la institucionalización, la mitificación acelerada de ese aliento inicial; proceso que llevaría, poco después, a fijar en gestos esquemáticos e irreales a figuras de la cultura que desaparecieron prematuramente como Julio Herrera y Reissig y Delmira Agustini, y a transformar a otras -el caso de Rodó- en estatuas veneradas emitiendo sin cesar frases olímpicas.

Pero, he aquí que ese espacio para lo deportivo, detrás de las enormes rejas, se enfrenta, Frugoni por medio, a un curioso edificio que es mucho más joven que sus vecinos. Su nombre: San Felipe y Santiago. Su autor: Umberto Pittamiglio, el mismo hacedor del castillo de Trouville.

Geometrismo hermético.

Es en apariencia una más de las construcciones en altura que poblaron las zonas céntricas de Montevideo entre la segunda y la cuarta década del siglo anterior. Pertenece a la segunda mitad de los años 30 y alberga apartamentos que siguen siendo de nivel. Es observándolo con más detenimiento que resulta bastante especial.

Mirado desde cierta distancia llama la atención su torre -que se eleva en mitad de la azotea- con algo de pirámide, estructurada de tal modo que parece escapada de un cuadro cubista, o que hubiera sido calculada por aquellos sabios neopitagóricos de la novela El juego de abalorios de Hermann Hesse. Los bordes y ángulos de la azotea siguen el mismo lineamiento. Sus extraños balcones también presentan el peculiar geometrismo.

El acceso al edificio -con entrada por Guayabo y salida por Frugoni, propicia para que las vistosas limousines, de otros tiempos, dejaran bajo techo y en la puerta a los visitantes- muestra a través de un ventanal octogonal y alargado una estatua que representa a una figura femenina, de espaldas a la esquina y como agachada sobre sí misma. Frente a la escultura se ubica la entrada al vestíbulo, en el mismo estilo general, que parece inspirado muy lejanamente en el futurismo de los primeros tiempos de la Revolución Soviética. Y la decoración de acceso al ascensor no desentona para nada con el conjunto.

Se ha intentado desentrañar en el San Felipe y Santiago otro mensaje «alquímico» de Pittamiglio. Lo que se puede ver en realidad remite a una concepción pitagórica: por la insistencia geométrica, la general abstracción decorativa, la casi ausencia de alegorías (salvo la constituida por la solitaria escultura del pórtico).

Más allá de los detalles, vale la pena tener en cuenta el diálogo plural que establecen, entre ellas, estas cuatro esquinas del cruce de Guayabo y Frugoni.

Texto: Alejandro Michelena

Fuente: Revista Latitud 3035 del 10 de agosto del 2000

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