La aeronave ha franqueado una montañita matizada de verde, con una fortaleza en su cima, y, de inmediato se ha presentado a la vista del viajero un lindo panorama. A nuestros pies, una bahía, cerrada en perfecto círculo por dos extensos rompeolas de pareja contextura, salpicada de barcos de distintos desplazamientos, desde el manejado por remos o por una vela latina al soberbio transatlántico, puente movible entre dos continentes de distintas edades civilizantes; constituyendo jalones intermedios, el bergantín, el remolcador, los cargoboats y los buques tipo recreo que, diariamente, hacen la carrera entre Buenos Aires y Montevideo. Las gaviotas, en bandadas, levantan vuelo y tornan a posarse en las aguas claras.
La mañana es luminosa. Cielo azul cobalto, sol de primavera, próximo al meridiano. Ocasión, la más apropiada para contemplar a Montevideo desde lo alto y con la comodidad que brinda el zepelín, non plus ultra de las incursiones aéreas. De pronto atrae la atención un edificio blanco que el sol abrillanta como un pan de azúcar: es el soberbio edificio de la Aduana de moderno estilo. La vista cobra mayor potencia, a medida que el horizonte se dilata. A nuestra izquierda un conjunto alargado de blancas casitas al pie del cerro que lleva el nombre de la ciudad; al frente, grandes edificios de sencilla construcción sobre muelles de mampostería, vías férreas, chimeneas innúmeras: el puerto comercial y la zona industrial; a la derecha, en corta península, la Ciudad Vieja, de raíz colonial, cuyos índices radican en la torre solitaria de San Francisco, en las gemelas de la Catedral y en la modernísima del Correo Central.
La nave aérea está sobre la ciudad. Los habitantes, desgranados por las calles centrales, saludan nuestra visita, a lo que correspondemos en forma cordial. En el vasto paralelogramo de la plaza Independencia emerge la estatua del prócer Artigas —granito y bronce— el mineral nativo de soberbio aspecto, coronado por el noble metal de plástica tradición. Estamos sobre la llamada Ciudad Nueva —vasto damero al estilo de las otras capitales sudamericanas, que limitan—; al sur de la ciudad sobre la Plaza Independencia Rambla del Buceo y Malvín la rambla ribereña que llega hasta Carrasco; al este, las callejuelas del Cordón, faja que separa de la ciudad novísima; al norte la popular Aguada, industrial y comercial.
Penetramos más al este y el paisaje cambia. Parece que presidiera otro criterio arquitectónico. Surgen los grandes parques. Rodó y Batlle y Ordóñez —verde abajo, azul en lo alto— calles más anchas, todas arboladas en su linde; Punta Carreta, Trouville, Pocitos, el oro de la arena junto al azul del río, arquitectura alegre y holgada, acorde con el gusto y las posibilidades de propietarios cosmopolitas.
Y más allá, recurriendo ahora al catalejo para el detalle, los barrios suburbanos, los campos deportivos, el hipódromo de Maroñas, el Parque General Rivera, el Bosque de Colón, los Arenales y los bañados de Carrasco. Ciudad de variado matiz; conjunto de cosas bellas y atrayentes; la visión desde lo azul sugiere al ánimo el poder de completa posesión, el espíritu se siente compenetrado, en lo íntimo de su ritmo, y en la retina se graba más hondo su perfil de metrópoli en lo que lo moderno no desdeña el sabor jugoso de lo antiguo.
Revista Turismo en el Uruguay, Año 1935