La tarde va cayendo sobre la casona y pone un techo gris culata sobre el cielorraso de las ropas tendidas. Yo escribo estas líneas desde el segundo piso, apoyado a la vieja pared decorada con un «mixto» que sorprendió el trampero en la terraza que mira por el ojo del aljibe. Estoy sentado en un cajón de Lavandina, en el sector que ocupa la sede del «Yacumensa», en cuya pieza inicié mi pintura en los años mozos.
A través de los barrotes que forman todo su cinturón de barandas, paso revista a mi conventillo «Mediomundo», pidiendo perdón por sentirlo un poco mío. Estoy solo. Adentro del cuarto, maduran los tambores esperando las «llamadas» y un montón de fotos y trofeos me refrescan el tiempo que pasó.
Por abajo en el patio, cuatro niños como siempre, se enredan detrás de una pelota, varios perros se disputan el esqueleto de un barrilete y doña Gregoria, capataza del «convento» conversa con un cobrador. Son las 7. Pronto vendrá la noche y puedo perder la ONDA. Por eso si algo debo escribir, tiene que ser a paso acelerado.
Me enteré estos días, al venir por Palermo y el Sur, que el viejo «Mediomundo» está por entrar en subasta pública otra vez. Todos esperábamos que tarde o temprano esto, iba a suceder. El «mediomundo» va a la venta, y con él como paso con la Pasiva o el Mercado Central, corremos el riesgo de que se nos vaya de las manos otra de las estampas más queridas que los uruguayos aún tenemos. No voy a contar aquí de mis 30 navidades junto a los hermanos Silva, de mis 30 llamadas partiendo, de la raíz del patio a golpear las orejas de los barrios arrastrando las pesadas barricas con vaca de Schiavo, porque para el montevideano seria historia repetida, ya que de alguna manera todos hemos participado alguna vez de todo esto, de dejamos ir sin norte, detrás del envión de los tambores, en el medio de un pueblo apretado en familia, hermanado como debería estarlo siempre.
Nada voy a decir de aquellos encuentros con Pintín Castellanos, con Romeo Gavioli, Dante Sciarra, Tito Demícheri, Richard Roberson, los Andrade, Santos Pereyra, u Ocampo Vilaza el maestro y el abuelo de los pintores negros. Todo eso es pasado, muchos ya murieron. Pero no pudieron evitar la tentación magnética de la vieja casa, que como una caja de sonidos, aquí aún está, un poco enclenque, un poco venida a menos, un poco caída de hombros, pero con las puertas abiertas, recibiendo al amigo con el abrazo de sus dos largas escaleras y sus peldaños tercugientós desafinando el paso.
Yo no sé si la ciudad será igual cuando caiga el conventillo. Porque me supongo que si alguien lo compra no va a quererlo conservar. Y podrá transformarse en un Edificio más de Clase Tipo, sofisticación para la cicatriz, con portero eléctrico y botonera de etiqueta. Cambiarán los rostros de sus habitantes, la corbata sustituirá el «piyama» y por supuesto no quedará ni rastro de este «mixto» que me emboca alpiste dentro de la camisa. Tampoco la foto de Gardel que sonríe detrás de una ventana. Habrá desaparecido el coheterio del Judas en la Nochebuena, perderá vigor y fiebre la trepada de la cuesta en Batería, al pasar por el 1080 de Cuareim los días de Concurso y el acrílico hará de claraboya sustituyendo todo este color de ropa que pestañea frente a mí.
Es por eso que quería decir algo de esto, antes de tomar la ONDA. Porque de repente, si entre todos un día cualquiera nos juntamos y nos largamos en «coleta», como cuando la pequeña comparsita del Oso Margarita sale a desplumar esquinas pidiendo vintenes, quién nos dice que de golpe nos encontramos que tenemos la plata suficiente que piden por la casa, y nos damos el gusto de salvarla, de rescatarla para el acervo popular. Para después pensar qué hacer con ella. Si darle un destino de Museo del Carnaval, donde el pueblo pueda ir a recordar y aplaudir las obras de los creadores de la calle, artistas anónimos casi de todos los tiempos, como aquellos que resucitan en la nostalgia de un Real al 69, los Curtidores de Hongos, o los Esclavos del Nyanza. O bien si lo dejamos así, tal cual está, «fané y descangallado» como ahora lo veo, pero pleno de la alegría de 50 familias que nos dan la lección de la familia única y que justamente por haberlo vivido, Io han ido sosteniendo y han hecho posible el milagro de que aun exista.
La hora me llegó y de repente no encuentro un taxi y me pierdo el «directo». Pero me pareció que debía decir algo para irlo madurando. Comprendo que no será lo mismo que pedir ayuda para un hospital o una escuela, pero de alguna manera, si llegado el momento todos empujamos un poco, conociendo el corazón de los barrios; y de mi pueblo como creo conocerlo, estoy seguro que habremos conseguido todo un mundo para salvar el «Mediomundo». Y allí si, nos sentiremos entonces más tranquilos, porque quitarle el conventillo a Palermo, seria como dejarlo sin solapas. Y con él, después se irían irremediablemente «Ansina», «Gaboto», «La. Campana» y las últimas casas musicales.
Carlos Paez Vilaro – Marcha 9 de Febrero de 1973
Vista en 360 del Conventillo, muy buen vídeo.
Vista del conventillo ya demolido.