La batalla del Liberaij

El 5 de noviembre de 1965, tras enfrentarse a más de 350 policías durante 16 horas, los asaltantes argentinos Marcelo Brignone, Carlos Alberto Mereles y Roberto Dorda cayeron abatidos en el edificio Liberaij, en pleno centro de Montevideo, en la calle Julio Herrera y Obes 1182.

Los hechos que culminaron en la “batalla del Liberaij”, que conmovió a los montevideanos y quedó grabada en la memoria colectiva de la ciudad, habían comenzado meses atrás en la provincia de Buenos Aires y durante casi cincuenta años dejaron muchas preguntas sin responder.

El caso comenzó con un gran robo en San Fernando (Argentina) que dejó como saldo tres muertos. Los delincuentes se llevaron todo el dinero con el que el municipio le iba a pagar a sus empleados. Una semana después, empezaron a caer sus cómplices y el grupo viene a Uruguay, donde iban a permanecer un mes. “Acá estaban muy tranquilos. Hacían fiestas, andaban con mujeres, iban al casino, la única explicación es que hubiera corrupción policial, que estuvieran protegidos”. Sin embargo, la tranquilidad finalizó después del asesinato a un policía. “La muerte de un policía, en aquellos años, era muy impactante. Ahí ya no se pudo seguir en esa onda de hacer la vista gorda”, contó Haberkorn.

Historia:

Era la medianoche del 4 de noviembre cuando una persona llamó a la Jefatura Central de Policía y pidió una entrevista con uno de los jerarcas de la repartición a quien conocía, ya que tenía varios antecedentes policiales y su nombre era familiar en voluminosos prontuarios. Se sabía que quien estaba al otro lado del teléfono -que no era un delincuente vulgar- podía manejar información importante, por lo cual fue inmediatamente recibido pero no en el local dela Jefatura.

El informante dijo al jerarca policial con el que hizo contacto, que un grupo de pistoleros llegados desde la Argentina lo tenía presionado obligándolo a protegerlos por lo cual había recibido una muy importante cantidad de dinero (unos $ 80.000, se supo después, que por entonces era una pequeña fortuna) para buscarles un buen escondite. Dijo que no quería comprometerse en proteger criminales y que si la policía le aseguraba la vida y además el secreto de su identidad estaba dispuesto a llevarlos donde le indicasen para entregarlos. Dijo también que el no contaba con ninguna casa o apartamento para ubicarlos.

Tras un breve intercambio de opiniones los jefes policiales decidieron considerar su propuesta aceptándola en todos sus términos y le indicaron que los llevara al apartamento 9 de un edificio ubicado en una zona céntrica cuyas llaves (por relaciones nunca aclaradas con la cúpula policial) fueron obtenidas rápidamente. El informante partió con las llaves sin ser seguido aparentemente por los efectivos de seguridad. Sobre las siete de la tarde llegó con los tres pistoleros hasta las inmediaciones del lugar. Aquellos, sin embargo, que no confiaban totalmente en nadie, dispusieron estacionar el vehículo a unos 200 metros del edificio y avanzar a pie. Dos de ellos llegaron y directamente entraron al inmueble dirigiéndose al apartamento 9. El restante caminó lentamente con el informante y estuvo unos cinco o seis minutos parado en la puerta, previendo que pudiera tratarse de una «ratonera». Brignone, que fue el que se quedó en la puerta controlando, observó todo el entorno del lugar y comprobó que todo estaba tranquilo en apariencia. Solamente un peón de mudanza entraba en una casa de la vereda de enfrente, un mueble que aparentaba tener un peso superior a sus fuerzas.

Nunca imaginó que realmente se trataba de un agente camuflado que había sido destacado allí para verificar si efectivamente la operación se concretaba. Poco después subió también Brignone con el informante al apartamento 9, abrieron una botella de whisky y brindaron. A las siete y media el hombre que los había llevado hasta allí les propuso acompañar la bebida con algunas milanesas que se ofreció ir a buscar. A las ocho menos cuarto llamó a la Jefatura informando que los tres ya estaban adentro. Regresó, bebió y comió con ellos. Finalmente la confianza había ganado a los tres porteños. Rato después el informante les propuso ir a buscar más whisky y algo de vino y comida para que no les faltara más tarde. Salió al pasillo, caminó hacia la calle y ya no volvió más. A las diez y media la Policía llegaba a la puerta del edificio.Y allí sí, comenzaría a desatarse el infierno.

Mientras todo Montevideo se conmocionaba y decenas de miles de personas llegaban hasta las inmediaciones del edificio atraídas por los informativos radiales que minuto a minuto iban dando las noticias que se sucedían en el lugar, en el interior del apartamento 9, fuertemente armados, según se dijo, los tres pistoleros argentinos se amurallaban en su vieja experiencia. Varias difíciles como esta tenían en su historial y de todas habían salido airosos. Sabían (o creían) que contaban con el tiempo a su favor y alcoholizados o drogados (nunca se supo exactamente sobre ello) se les escuchaba reír y maldecir desde las entrañas de su escondite.

Ráfagas de poderosas armas «barrían» los pasillos cercanos y los distintos ángulos de las ventanas del inmueble. Mientras tanto en los pisos restantes y en los apartamentos linderos, familias enteras se encontraban al borde de la desesperación, atemorizadas, sin saber a quién o adónde recurrir. Nadie se animaba a asomarse ni a intentar huir del lugar.

La angustia era por partida doble, cuando muchos de los habitantes del lugar regresaban de sus trabajos en horas de la noche y se encontraban con la novedad que no podían ingresar a sus viviendas, mientras dentro de ellas sabían que estaban sus seres queridos inmersos en la vorágine de aquel desastre. Hubo incluso algunas reacciones violentas contra los efectivos policiales de alguno de los recién llegados, que pretendían de todas formas acudir junto a sus familias sin medir el riesgo. Sin embargo los agentes estaban obligados a cumplir sus órdenes y a no permitir el paso de nadie. Unos pocos vecinos lograron ser evacuados por medio de una escalera mecánica del cuerpo de Bomberos. Pero fueron los menos.

Una de las vecinas, Amanda Marino de González que habitaba el apartamento 13 del edificio declararía posteriormente a un medio de prensa de la época, que se encontraba sola en su vivienda cuando se inició el tiroteo. Contaba que a lo único que atinó fue a sentarse adentro del baño y allí estuvo toda la noche hasta que en un determinado momento perdió conciencia de sus nervios. «Tanto fue así -decía- que me encontraba tomando mate y no sabía si lo hacía con agua caliente o fría, tal era mi estado de inconsciencia e insensibilidad. Mi tranquilidad renació cuando por la ventana que da a la calle vi a mi marido caminando ansiosamente, el también me vio y en los dos prevaleció el autocontrol»

«Cuando sentí las primeras explosiones de las bombas lacrimógenas -agregó- creí por el humo que se trataba de un incendio, pero después hubo otras explosiones, después las detonaciones de las armas de fuego y después todas aquellas fatales horas…»

Pánico y terror entre los vecinos

Las reacciones también fueron diversas entre los vecinos, víctimas inocentes del trágico episodio. Por ejemplo la señora Petrona Pintos de 75 años de edad, cuando todo comenzó se encontraba en el apartamento 22 del edificio, propiedad de la familia Trelles Goldemberg, sola con dos niños pequeños a su cargo. El resto de los habitantes de la unidad estaban en ese momento fuera del lugar.

La anciana señora asistió desde el comienzo a todo el terror de la pólvora, los gases, el fuego, las idas y venidas, los gritos, los insultos, las maldiciones y en un momento de pánico, la desesperación la llevó a tirarse descolgándose por uno de los tragaluces. Finalmente logró ser convencida por uno de los agentes de la Guardia Metropolitana para que desistiera de su intento y tratara de protegerse dentro del apartamento hasta que todo pasara.

Los policías y bomberos trataban incluso en medio del tiroteo, de evacuar al menos algunos vecinos, ya que se temía que los pistoleros acorralados decidieran tomar algunos de ellos como rehenes, lo que agravaría la situación. Entre todo el pánico generado hubo también situaciones insólitas, como las señoritas Batto, dos hermanas que vivían en uno de los apartamentos posibles de evacuar, que no aceptaban salir de su domicilio si no eran acompañadas de sus perros a los que se negaban a dejar abandonados en tales circunstancias.

El coronel Roberto Ramírez de la Guardia Metropolitana relataría luego de esta forma los últimos momentos: -«Serían las 4 de la mañana y mi objetivo seguía siendo el no permitir salir a los delincuentes. En cuanto a quiénes fueron los que finalmente los eliminaron, fueron los agentes de la ‘Metro’, Dutria y Puerto, con tres ráfagas disparadas desde adentro del apartamento 12 a través de las dos puertas, la del 12 y la del 9.Los pistoleros se encontraban junto a la puerta. Era su único refugio. A este punto no llegaban las balas que se le disparaban desde todos los demás ángulos posibles. Cuando por unos 10 o 20 minutos reinó el silencio pude ver al otro lado de la puerta deshecha las piernas de los delincuentes, entonces di la voz de alto el fuego».

«Aunque podían no estar muertos -continuó diciendo el coronel Ramírez- seguramente tendrían muchas balas en el cuerpo. Los cuerpos aparecían tirados hacia adentro. Mientras yo daba la noticia al Jefe de Policía, el cabo Jesús, de Investigaciones, un hombre de arrojo extraordinario fue el primero en entrar. Se me adelantó. Cuando yo lo hice, el cuadro era aterrador».

Ni el dinero, ni las armas «pesadas»

Cuando finalmente a las dos y media de la tarde todo terminó, no pudieron los policías a caballo que custodiaban la multitud impedir que ésta se abalanzara sobre el edificio y mientras sacaban los cuerpos sin vida de los pistoleros aplaudieran y vociferaran enardecidos ante el cuerpo de uno de ellos aparentemente aún con vida. Los pistoleros antes de morir, habrían quemado alrededor de 15 millones de pesos en billetes producto de sus asaltos pues nunca se encontró el dinero que se sabía tenían, como tampoco pudieron hallarse las armas pesadas con las que habrían resistido ya que solamente dos revólveres aparecieron en la escena. El dolor, la angustia y algunas dudas quedaron flotando en el aire. Como también la «viveza criolla» del portero del edificio que en días subsiguientes cobraba $ 5 a quienes hacían cola en la puerta del 1182 del edificio en cuestión para ver con sus propios ojos el escenario de la matanza. El negocio se le terminó cuando lo denunciaron y lo llevaron a jefatura a responder por ello. Esa semana, la revista «Al Rojo Vivo» agotaría 140.000 ejemplares una hora después de aparecer en los kioscos con el informe y las fotos exclusivas del episodio. *

ANEXO:

El tiroteo comenzó a las tres de la madrugada de ese día y luego fueron casi catorce horas de pólvora y sangre en medio de una vorágine indescriptible. Roberto Juan Dorda, Marcelo Brignone y Carlos Mereles, fueron prácticamente acribillados después que ellos mismos habían agotado todas sus municiones y cayeron «en su propia ley», la del gatillo. Del lado de los agentes policiales las víctimas mortales fueron dos: el comisario Washington Santana Cabris y el agente Héctor Horacio Aranguren. Pero esto es sólo la culminación de la historia. El comienzo y el entretejido de la telaraña de su desarrollo también tuvieron tintes dramáticos.

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