Históricamente, Bernabé Rivera exterminó a los “últimos charrúas” allá por el Queguay en 1832 y poco después, cuatro de ellos que cayeron prisioneros, eran exhibidos en el Museo del Hombre de París. Vaimaca-Pirú, Guyunusa, Senaqué y Tacuabé murieron muy pronto, maltratados y nostálgicos.
Claro que ellos no podían ser los “últimos charrúas” y si los que quedaban tras los hechos de armas. En nuestro país y en Argentina eran muchos los que vivían aún con la sangre de la raza iracunda y revoltosa que eso quiere decir la fuerte palabra que llega a nuestros días como sinónimo de heroísmo indomable. Dejaron de ser la nación charrúa para vivir dispersos, más nómades que nunca.
Creíamos que así, sin saberlo en fecha fija, fueron muriendo los últimos representantes de esta raza, pero el cable nos trajo hace poco una noticia concreta, desde la ciudad de Villaguay, Provincia de Entre Ríos: “A la edad de 145 años ha fallecido Floro, indio charrúa que hace un tiempo fuera llevado a Buenos Aires con gran publicidad, proclamándolo el “último charrúa”. Para esa ocasión estrenó zapatos que nunca había calzado. Dejó su chiripá por el pantalón y se vino con el mate amargo” que jamás abandonará, clavando una pica de criollidad en la urbe acribillada de refrescos y aperitivos.
Nacido en 1820, en una toldería charrúa de las Misiones, cuando todavía estaban frescas las huellas del caballo de Andresito, Floro cayó prisionero del General Lucio Mansilla y desde entonces pasó a pertenecer a la familia del General Campos, como botín de guerra, en 1826. La estancia de Campos en Villaguay pasó de unas manos a otras y al Indio Floro se le Inventariaba como una cosa aunque siempre despertó admiración y respeto por ser trabajador y humilde. Sabía que el tiempo de su raza había pasado y que era uno de los últimos aborígenes.
Los Lagos le regalaron un campito y ovejas y eso le sirvió hasta ahora para “ir tirando”. A los 80 años montaba en pelo los potros: Hasta hace poco cortaba leña y ordeñaba vacas. Tenía muy buen diente y vivió a mate amargo y asado que ingería lentamente. Hablaba muy poco y conservó siempre toda la dentadura. Tuvo, hasta morir, una gran dignidad que era cualidad de su raza. El pueblo lamentó mucho su desaparición, mezclando la congoja con el asombro porque ya se le consideraba Inmortal.
La Garra Charrúa
Desde 1924 a 1954, hubo un rebrote charrúa en nuestro país, en el campo deportivo. En ese glorioso lapso fuimos invencibles merced a lo que se le llamó “garra charrúa” o sea, un temple casi temerario para combatir en el fútbol hasta vencer, superando rivales que técnicamente estaban por encima de nuestros once. Algunos cronistas se aferran en considerarla vigente aún, pero es evidente que aquella tremenda fuerza anímica que atacaba como león y se defendía como león, murió con la liquidación de los “campitos” que hacía crecer al oriental en los entreveros machazos del suburbio.
Hoy el fútbol tiene claves numéricas y el huracán humano de los Obdulios y los Gambetas (los últimos charrúas) se ha domesticado y ellos mismos cantan o apuntan números ajenos en la ruleta. Por esto, deportivamente, juzgamos que en Suiza al perder con Hungría, con honra guapa, enterramos a los “últimos charrúas”. En el 56 y en el 62 nos quedamos entre el polvo de los rezagados.
En el Arte
En el Subte Municipal se puede admirar una exposición del arte indígena en América antes del descubrimiento. Concurre un público que no es frecuente en estas muestras. Verdaderas multitudes que descienden por la escalinata como si bajaran al pasado aborigen nuestro y después ascienden a la calle que estalla en luces y ruidos. Allí también están los charrúas, toda la gama de su alfarería que el arqueólogo Pancho Oliveras reanima y sitúa en el tiempo americano. El Arquitecto Chiappe, de “Artes y Letras” del Municipio la ambienta en música, poesía y luz propicias para la función social del arte.
Si ha muerto el último charrúa, si la garra charrúa no se manifiesta, la gran nación primitiva nuestra vuelve en un arte desenterrado de lomas, valles y costas, para darnos su mensaje de no enajenarnos, de ser nosotros mismos, cada vez más.
Al rojo vivo: semanario policial de los martes (1965)