Acevedo Díaz y La Union

Es imposible andar por la Unión sin acordarse de Acevedo Díaz. Por la tarde, cuando la Avenida 8 de Octubre, ya adentrada en la populosa barriada, cobra ese vigor de tránsito, color y gentes, uno queda maravillado de aquilatar, a simple ojo, el progreso increíble de la antigua aldea, fundada cuando la guerra, de mano de Manuel Oribe, cuando sitiaba la capital desde el Cerrito de la Victoria.

Es, efectivamente, desde todo punto, imposible hablar de la Unión sin mencionar expresamente a uno de sus más ilustres hijos, a Eduardo Acevedo Díaz, el novelista uruguayo que, en lo histórico, recorre con más certeza la norma inflexible de tal género literario.

Hasta que Acevedo Díaz no echa la piedra fundamental de su obra, puede decirse que en el Uruguay no ha habido novela. Lo que por tal se conocía no pasa de ser un intento sin ninguna trascendencia, pese al entusiasmo que en la época despiertan algunas obras que hoy nos hacen sonreír cuando volvemos a ellas.

La vigorosa plenitud narrativa de Eduardo Acevedo Díaz no tuvo ningún antecedente. Ni aquí, ni en el Río de la Plata, donde venía prosperando una especie de literatura de invernáculo en cuanto a la novelística se refiere. Una literatura de trasplante, traída de otras partes y  aclimatada burdamente, en un afán imitativo que nunca nos explicamos, ni nadie nos explicó, satisfactoriamente.

De ahí que la novela uruguaya enriquecióse de golpe, y de tal modo que queda incomparablemente situada frente a las novelas que están produciendo en ese instante los demás países sudamericanos. Don Eduardo Acevedo Díaz nace en una casa de la calle Pan de Azúcar 2530, antes calle de Toledo, entre la Avenida 8 de Octubre y la calle Humachiri, vereda que mira al oeste, el 20 de abril de 1851, medio año antes de la terminación de la interminable Guerra Grande, comenzada en febrero del 43. que propició la fundación de aquella Villa, por Don Manuel Oribe, con el nombre de Restauración, en el paraje antes conocido por el Cardal.

Porque Unión, como se le llama.hoy al ya populoso barrio montevideano, denominóse a partir del decreto de 11 de noviembre de 1860, cuando el insigne escritor recién contaba nueve años de edad. La calle Pan de Azúcar soporta ahora un tránsito agobiador. Todo el que desde la Unión dirígese a Carrasco. De ahí que haya habido necesidad de flechar su correntada de tránsito en un solo sentido, de norte a sur, aunque, a la penumbra de sus enormes paraísos, que apenas lo caben en las estrechas veredas, los conductores hacen caso omiso de la flecha — rojo sobre azul de las esquinas , y se meten tanto por un lado como para otro en una serie de esquives y zig-zags que llenan la calle de expectativas y frenadas.

Desde allí a Carrasco hay ocho kilórnetros. En la misma esquina se abre un café constelado de guardas y conductores de ómnibus, y por 8 de octubre, reluciente al sol de la media tarde, cruzan incesantemente los automóviles y los autobuses en medio a los cansados tranvías que van hamacándose rumbo al Hipódromo y al Camino a Maldonado.

No obstante el tránsito por la calle Pan de Azúcar, una bandada de chiquillos corre por sobre el pavimento liso provistos de monopatines, lo que hace que los conductores tengan que extremar su cuidado y apelar a lo más inaudible de su repertorio oral para  amonestarlos.

Llegando a la esquina de Humachiri, descúbrese hacia el Este, una vasta perspectiva de verdes y jardines, por cuyas espaldas, como enhebrándose en la fronda, prosigue el tránsito de camiones y ómnibus con una frecuencia y una celeridad pasmosas. Eduardo Acevedo Díaz fué hijo de Don Norberto Acevedo y Doña Fátima Díaz. Doña Fátima Díaz era hija del general Don Antonio Díaz, que conoció a Artigas, al punto que el retrato del Precursor, el de la Ciudadela, hecho por Juan Manuel Blanes, apoyóse en los datos que referidas y hasta dibujados por el general, transmitió Eduardo Acevedo Díaz en su “Ismael”.

Don Antonio Díaz era español, de la Coruña y llegó a nuestro país al rayar el siglo XIX, en compañía de sus familiares. Su hermano, Don Francisco, fué padre del denodado César Díaz, asesinado por orden de Anacleto Medina, el 1 de febrero de 1858, en el lomo de una cuchilla próxima al Durazno, en la increíble bestialidad de Quinteros.

En “Ismael”, que preferimos entre las que integran su memorable trilogía histórica, aparece junto a Ismael, tipo representativo de la raza gaucha, José Artigas, edificado de acuerdo con aquellas referencias familiares. Parece cosa de misterio está de que el nieto del general Díaz haga un Artigas que mueve la codicia de un pintor tan exigente en la veracidad como lo fué Juan Manuel Blanes, y no la haya movido los propios apuntes gráficos hechos por el general, autor además, de una copiosa “Historia Militar y Política de las Repúblicas del Plata” (en doce tomos y un apéndice), trabajo de visible importancia para los que deseen explorar en los personajes cuya actuación corre pareja con los años que van del 1828 al 1866.

Sin embargo, pese al cuidado detallista que siempre distinguió la obra de Blanes (no obstante lo cual se le escaparon gruesos errores que no es del caso consignar) prefirió para su Artigas los rasgos literarios con que Acevedo Díaz le hace aparecer en las páginas de «Ismael”, lo que viene a probar una vez más la plasticidad de su relato novelístico.

Acevedo Díaz fue otro preocupado por el documento histórico, como lo fué su abuelo. A nosotros Acevedo Díaz nos da la sensación de que hubiera escrito para el cine. Sus páginas parecen guiones para la acción cinematográfica. Viene a ser un precursor del cine. Un adelantado de sus libretos, rebosantes de acción y colorido. A pesar de ello — y ello va en contra de quienes manejan el cinematógrafo contemporáneo, — no se ha llevado al celuloide ninguna de las obras de Acevedo Díaz, ni siquiera su tentadora “Soledad», que resalta magnífica entre sus novelas.

Acevedo Díaz pertenece a la segunda tanda del romanticismo uruguayo. Con Juan Zorrilla de San Martín, produce las mejores obras de tal ciclo literario criollo: “Ismael” y «Tabaré”, pasaron a la posteridad, siendo Acevedo Díaz infinitamente superior como hombre de letras. Es — para que el lector le sitúe bien y compare con la producción circundante —, el momento de Washington Bermúdez. de José G. del Busto, de Juan Carlos Blanco, de Angel Floro Costa, de Julio Herrera y Obes, de Pablo de María, de Carlos María Ramírez, de Luis Melián Lafinur, de José Sienra Carranza, de Daniel Muñoz y… pare de contar, la mayoría de ellos más abogados que escritores.

Tras ellos: Rodó, Florencio, Julio Herrera y Reissig, los Vaz Ferreira (Delmira y Carlos) Delmira y algunos otros. Pero no vamos a insistir sobre Acevedo Díaz, que fue estudiado como tal vez no lo había sido ni lo será nunca, por el talento de Paco Espínola a raíz del centenario de su nacimiento.

La casa de Acevedo Díaz hoy:

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