Duerme Montevideo, reposando de un día de actividad y de agobio trabajo y calor que ha dejado una sensación de martirio sobre el espíritu de los habitantes de la ciudad de San Felipe y Santiago… Las familias de pro no estaban por entonces en la ciudad misma.
Las viejas casas solariegas del Paso del Molino y del Miguelete vivían sus mejores horas, albergando a quienes pasaban -como era usual por entonces- el veraneo en las quintas sombrías de los aledaños montevideanos.
Pero la Población laboriosa de la capital seguía residiendo naturalmente dentro de muros (la ciudad tenia aun las murallas que la circuían como en los inciertos tiempos del coloniaje…) y en ese día de febrero del año setenta, en que el calor había sido intensísimo los ciudadanos lamentaban que no llegase algún barco de los que muy de tanto en tanto traían hielo nada menos que en larguísima travesía, desde el extremo Sur del continente, de allá de las legiones blancas de Tierra del Fuego.
Porque nuestra ciudad podía tomar bebidas heladas -las tenía mediante el uso de los enormes aljibes y los profundos manantiales— solamente cuando desembarcaban en su puerto algunas toneladas de hielo, habilidosamente envuelto para su conservación, y que había sido recogido a tantas leguas de sus destinatarios.
Y casi al filo de la media noche Montevideo se había entregado al sueño, con ventanas abiertas los que dormían en sus alcobas, porque mucha gente lo hacía al raso en los enormes patios emparrados utilizando hamacas paraguayas o simples catres de campaña.
Vista tomada desde el antiguo mirador del Sr Juan Maria Perez (Sarandi y Juncal)
EL ANGUSTIOSO REBATO…
Estaba por sonar en los relojes la hora exacta de la media noche cuando un individuo, del Cuerpo de serenos desde la calle Sarandí hizo sonar el silbato alarmante: había fuego en la ciudad. Se multiplicaron los silbatos, y unos minutos mas tarde el sacristán de la Matriz trepaba las escaleras de la torre y lanzaba al aire las campanas. .
En la sosegada noche, la voz augusta del bronce sobrecogió a los montevideanos con su acento solemne, anuncio de los grandes acontecimientos y las grandes desgracias. A semejantes horas, nada bueno podía anunciarse… Entonces, había que imaginar lo peor…. Y lo peor estaba aconteciendo.
¿Una revolución? ¿Un atentado? ¿Había caído el gobierno? Tomados por la alarma, todos los habitantes de la ciudad se lanzaron prestos a la calle. Y en la noche plácida, una terrible espiral roja se alzaba al cielo, del lado del murallón, no lejos del Solis. El Mercado Viejo estaba ardiendo…
Vista interior del Mercado Viejo
EN AQUELLOS TIEMPOS EN QUE NO EXISTÍAN LOS BOMBEROS…
Ningún elemento especial poseía la ciudad para combatir el fuego. Desde el año sesenta y tantos existía en el Cabildo un «carretel» con una corta manguera. Cuando se le necesitaba, la misma guardia del histórico edificio salía a la calle con ese simple y único elemento de extinción. La guardia, ayudada por los presos, corresponde agregar.
Pero, positivamente a nadie le estaba confiada la custodia del «carretel», ni nadie se había especializado en su manejo. Recién en el setenta y pico, Femando Devoto, alcalde o algo así de la cárcel, se convierte en su «administrador».
Por eso en la noche inolvidable del 17 de febrero de 1870 las campanas de la Matriz tocaron insistentemente llamando la la policía, a la guarnición militar y a los civiles, para trabajar en la extinción primitiva del fuego que amenazaba devorar al Mercado, ubicado en la época frente a la Plaza Independencia.
CADENAS DE BALDES, SOLDADOS NACIONALES Y MARINEROS EXTRANJEROS.
En medio de la zozobra y el desorden mientras corrían los mensajeros y se movilizaba toda la población, tanto civil como militar de la capital, el fuego se extendía propagándose a las tiendas, los almacenes, las roperías y los depósitos, casi todos de modera, viejísimos y sucios, que componían la parte del mercado donde se inició el fuego.
Los primeros en acudir fueron los hombres del Cuerpo de Bomberos del Cabildo y de las casas de toda la ciudad se trajeron centenares de baldes. Prolongados toques de clarín anunciaban la próxima llegada de las tropas, que acudieron al sitio del siniestro en traje de fagina, que fagina iban a tener y por muchas horas. La Urbana se hizo presente, así como el 1 de Cazadores, con su jefe Olave al frente.
Los vecinos, azareados en su afán de ayudar, entorpecían las maniobras no muy acertadamente dispuestas, hay que convenir en honor de la verdad no existía un comando para atacar el fuego, ni se conocía la técnica para hacerlo. Así, los soldados actuaban por su lado, los serenos por el suyo y los civiles a su manera también.
El fuego crecía, iluminando con sus resplandores toda la ciudad el desorden era indescriptible, cuando la marinería de algunos barcos de guerra extranjeros balaron a tierra para cooayudar en el combate del fuego.
EL MINISTRO DIRIGE LOS TRABAJOS!
Junto al Mercado en llamas estaban el comandante Pagóla, jefe de Policía; el mayor Patino, los marinos extranjeros. Pero no se podía organizar el ataque a las llamas porque nadie se entendía y hasta cerca de la una de la mañana, Olave y su gente, mantuvieron la primera línea de ataque, utilizando dos cadenas de baldes, hechas por voluntarios, que incansablemente y mediante el ingenioso método, traían agua del río. distante dos cuadras.
Y conste que la cadena tenía que pasar sobre el alto murallón; decimos esto para que se comprenda la magnitud del esfuerzo de los voluntarios. Y a la una, apareció nada menos que el Ministro de Guerra el que de inmediato asumió la dirección de los trabajos de extinción, centralizando el comando a la vez que se tendían dos nuevas cadenas de baldes.
SIGUEN SONANDO LAS CAMPANAS
Nadie se sustraía en la cuidad a las tareas de emergencia. Ya sea tratando de despiojar las tiendas y roperías atacadas por el fuego, ya sea haciendo de eslabón humano en las rápidos cadenas o dedicándose sin deslavo al repique ininterrumpido de los badajos en la torré de la Catedral.
Porque las campanas seguían sonando dos horas después de iniciado el fuego. El mercado era devorado por el fuego y si se llegase a levantar brisa del mar, las llamas se contagiarán a los edificios contiguos.
Montevideo vivía instantes angustiosos. El agua, de balde en balde, caía sobre la inmensa hoguera, es de pensar con qué eficacia extintiva… Entonces el sacristán, secundado por algunos voluntarios, continuaba sacudiendo las sogas, y la trágica llamada y los resplandores qué tañían el espacio hacían que desde el Cordón cercano viniesen los moradores de aquellos parajes, a caballo, en carruaje, en carros, hasta la ciudad que desde la distancia, parecía incendiada totalmente.
Y sobre el fuego que subía al cielo en grandes pirámides rojas, la voz de bronce de las campanas decía su mensaje angustioso sobrecogedor y solemne.
¿QUE HABÍA OCURRIDO?
Bastante después de la aurora, los esforzados eslabones humanos de las cadenas de baldes —con la feliz complicidad de una madrugada serena— lograron vencer al fuego. Nunca se pudo saber lo que había originado el fuego. Tal vez —- fue en su hora una hipótesis, nada más- un español que dormía en el recinto del mercado, se durmió olvidando apagar el brasero donde había cocido su cena.
El desdichado no pudo aclarar nada de lo que sucedió. En la remoción de los escombros se encontró su cadáver carbonizado y luego deshecho en el derrumbe. Por aquellos tiempos en que no existía la electricidad, no se estilaba la clásica imputación del corto-circuito…
EL REMATE DE FRANCISCO PIRIA
Ardieron en la trágica noche un almacén, cuatro depósitos, dos roperías, una gran tienda.
La parte central del Mercado Viejo se salvó del fuego. Pero no sucedió lo mismo con una casa de remates ya famosísima en la época.
Se trataba de un exótico negocio para nuestro medio, consistente en «una casa de remates en la que se liquidaban ventajosamente telas, pañuelos, calcetines». Era su propietario un joven italiano — muy Joyen en 1870— y que se había destacado por la liberalidad de sus negocios, por la estridencia de su propaganda y por la novedad de vender al mejor postor con un sistema que le era particularísimo.
No hacía mucho que se afincara aquí, y toda la ciudad ya conocía su negocio. En la noche del siniestro. los pañuelos, las sargas y las sarasas del rematador de las resonantes propagandas y los llamativos avisos, ardieron en el Mercado Viejo.
Pero —lo dijo un diario de la época— el suceso le sirvió de reclame al popular martillero, que discutía con sus clientes o que salía a la vereda mientras subastaba. Aquel hombre —-aquel muchacho, correspondería decir— alcanzaría andando los años gran nombradía, como martillero y como millonario.
La casa de remates que ardió en la noche del 17 de febrero de 1870 en el interior del Mercado Viejo de Montevideo, fue la da Francisco Piria…
Publicado en la revista Mundo Uruguayo en 1946