El naufragio del Vapor Colombia

Amanecía el martes 24 de agosto de 1909 y la mañana fría y gris no armonizaba con los fastos que Montevideo se aprestaba a celebrar ese día y el siguiente, 84 aniversario de la Declaratoria de la Florida. La inauguración oficial de las obras del puerto iba a constituir, ese mismo día martes, el número central de un vasto programa de festejos con que la capital de la República, saliendo de la postración de las guerras civiles, iba al encuentro del porvenir venturoso por el que uno y otro bando habian luchado.

Una etapa de progreso económico y de sucesivas conquistas político – sociales había advenido. Y asi, culminando el proceso de iniciativas que caracterizó esa alborada civilista y cultural del país, las que en su mayoría tomaron cuerpo legal durante la primera presidencia de Batlle, Junto a la magna obra que haría del hermoso puerto natural de Montevideo uno de los “docks” de escala más concurrida del Atlántico Sur, se libraba a la juventud estudiosa un nuevo centro de enseñanza universitaria: la entonces Escuela y hoy prestigiosa Facultad de Agronomía. Y en un predio casi tan vasto como el de aquélla, en la antigua quinta de Visca en la avenida Garibaldi, se colocaría la piedra fundamental de la futura Escuela Militar.

Entre tanto, triunfaban en la sala del Urquiza, Ruggero Ruggeri y Lida Borelli, con “Salomé”, de Wllde, y “Plú che l’amore” de D’Annunzio, que el gran Zacconi acababa de estrenar en Milán; y en sendas funciones de gala se cantaba ese día “Aída” y al siguiente 25 “Rigoletto”, con Titta Ruffo… La eclosión cultural se hacia aquí también de arriba hacia abajo y desde la gran escena hacia afuera. Ni el pueblo había entrado a aulas, laboratorios y talleres, ni apenas los había cuando se inicia el rápido proceso político democrático que en pocos años debía situar al Uruguay en lugar privilegiado de América. Poco antes, debutaba con éxito clamoroso una Joven actriz italiana, Emma Gramática. Y como había para todos los gustos, Sagi Barba cantaba a sala llena “La Viuda Alegre”.

Eran las 6 y 20 de aquella mañana, y el Teniente Máximo Santos arreglaba el empavesado en el mástil oficial del extremo de la rambla portuaria, cuando escuchó tres breves pitadas seguidas de otras, no menos rápidas, emitidas por una sirena de tono más grave. Al mirar hacia la boca del canal, antes de ver había adivinado lo que ocurría. Sabía que el “Colombia” estaba a la vista y venía como siempre raudo, a toda máquina, buscando el puerto; y minutos antes había presenciado el lento desplazamiento del “Schleisen”, que lo abandonaba tras pesada maniobra.

Ahora el “Colombia” estaba atravesado a la entrada del antepuerto, con su proa hacia la escollera Sarandí, semioculto por el buque alemán y ya herido de muerte. Ante la vista del grupo que en la nueva dársena esperaba a parientes y amigos del pasaje, pero que no podía —ya no comprender— vislumbrar siquiera la magnitud de la tragedia que se estaba consumando, en contados minutos la proa del pequeño pero hermoso barco comenzaba a hundirse. Como ocurre siempre en estos casos, parecía imposible a los de tierra, así como a los tripulantes de los numerosos lanchones y remolcadores surtos en la bahía y a los que desde el “Eolo” — que venía entrando detrás procedente de Salto — presenciaron la colisión o veían ahora a los dos buques detenidos, con apariencia de que todo estaba en calma a bordo, que aquélla pudiera tener tan tremendo y rápido fin. Pero así fue, ante la consternación y asombro de todos y la angustia impotente de los que esperaban… Lo que no pudo creerse, sucedía irremisiblemente ya, antes de que llegaran al cercano lugar del choque las numerosas embarcaciones que en seguida pusieron proa al mismo, convergiendo desde todas direcciones en rápida respuesta a lo que aquellos toques de sirena significaban en las convenciones del mar.

Y a la vista del puerto, a contados metros de la escollera, quince minutos después el “Colombia” hundía su bauprés, herido de muerte por el ílanco, levantando la popa para irse a pique de proa, casi rectamente.

LA TRAVESIA DEL PLATA. EL «COLOMBIA»

La travesía entre las dos capitales del Plata estaba monopolisada por la Compañía Mihanovich, desde la compra por ésta de la espléndida flota que bajo pabellón uruguayo enarbolaba orgullosamente, hasta pocos años añtes, la enseña de las Mensajerías Fluviales. Esta, que habla sucedido a su vez a La Salteña y a La Platense, bajo el férreo timón de aquel pionero de la navegación fluvial a vapor que se llamó don Saturnino Ribes, tenia su sede principal y sus astilleros, los mayores de América del Sur, en Salto.

Varios buques formaban la flota de Mihanovich, entre ellos el “Tritón», el ‘Eolo”, el “Venus» y el “París”, los más lujosos. Poco después se agregaban los dos “Cabos”, que más tarde pasaron a ser el “General Artigas” y el “General Alvear” — éste hundido hace pocos años frente a nuestras costas — y los dos “Ciudades». A excepción de estos últimos, todos los demás eran a palas.

Pero a poco de comenzar el siglo, un nuevo armador, don Santiago Lambruschini, establecía la primera y quizá única competencia bien organizada que osó enfrentar el poderío de la gran empresa monopolista. Razones financieras lo obligaron a circunscribirla a la travesía entre las dos dos capitales, la más prometedora, con sus dos buques “Colombia” y “Río de la Plata”.

El “Colombia” había sido botado en 1860 en los astilleros de Scott & Co. en Grenoch, Inglaterra, y bajo bandera italiana realizó durante varios años el servicio del Mediterráneo, Medía 254 pies de eslora (aproximadamente 76 metros), 28 de manga y 16.5 de puntal. Tenía una maquinaria Compound dos cilindros que le permitía desarrollar una fuerza de 130 caballos y cruzar el estuario a una velocidad de crucero no despreciable para la época: 14 millas marinas por hora. Era además muy marino y pese a lo anticuado de sus máquinas, era más veloz que los buques de Mihanovich. Y el otro factor de competencia con que Lambruschini enfrentaba el mayor lujo y confort de éstos, estaba representado por algo si se quiere más sutil y un si no es imponderable: la esmerada atención a bordo de su seleccionada oficialidad y personal de mozos y la exquisitez de su cocina con viandas dignas de un gran restaurante o de un crucero de lujo, que el armador pagaba a precio de oro al proveedor marítimo sin trasladar el sobrecosto al muy exiguo de los pasajes de entonces. Pues ha de saberse que los buques partían al caer la tarde y se cenaba a bordo, improvisándose amenas reuniones en la mesa en forma de herradura del comedor o en el salón de música de popa.

El buque desplazaba 875 toneladas brutas. Su proa era de bauprés, con un hermoso mascarón, arboladura de dos palos y una chimenea en la que estaba inscripta seña del armador, que flameaba también en la bandera del palo mayor de popa: una luna blanca sobre fondo rojo. En 1887 había sido adquirido por la empresa Piaggio, que lo destinó bajo bandera argentina y el nombre de «Alba a la navegación del sur; pero en uno de sus primeros viajes encalló cerca de Punta Arenas y fue vendido por cuenta del seguro en dos mil libras esterlinas. Se lo trajo entonces a Buenos Aires y utilizó como buque de carga hasta 1901, en que lo adquirió y acondicionó para el nuevo destino, que tan trágicamente habia de finalizar ocho años más tarde, don Santiago Lambruschini. Y asi comenzo la última y más brillante face de su historia, ahora con el nombre de “Colombia” y bajo la bandera de su nuevo armador, pero siempre con matricula argentina, cruzándose noche a noche en medio del estuario con su hermano de bandera, el “Río de la Plata”.

Justamente cuando naufragó, la compañía armadora —cuyo agente en ésta era don Serafín Battestin— había concluido con el Lloyd’s de Londres los trámites para asegurar el buque, a raíz de un siniestro sufrido poco antes por el “Río de la Plata”; pero la póliza no llegó a ser suscripta y el “Colombia” se fue a pique llevándose con él, además de muchas vidas, el capital de Lambruschini y la romántica empresa que, gracias a su osadía, dio por varios años a la población de ambas capitales platenses el mejor servicio de navegación dé que hasta entonces habían dispuesto para la travesía del estuario.

La oficialidad del “Colombia” estaba constituida, en el momento del desastre, por su Comandante, don Luis Ragno, 1er. Comisario don Pedro Piumatto, 2’ don Venancio López Labandera, 1er. Práctico don Juan Chiozza y Contramaestre don Domingo Díaz. Ragno habla asumido el comando el 20 de julio de ese mismo año, poco más de un mes antes del choque, sustituyendo al Capitán don Francisco Oderigo. A su vez, el cargo dé 1er. Oficial lo había desempeñado hasta pocos meses antes don Jorge Errandonea, joven ex-funcionario de las Mensajerías Fluviales y oficial sustituto a ratos en algunas de sus naves, quien se había constituido a poco, como autoridad administrativa del buque, en hombre de confianza de tiambruschini y de su empresa, con las máximas responsabilidades en la atención de la tranca y leal competencia que tan éxltosamente se estaba planteando. Y en efecto, conocidas figuras de la política y la diplomacia de ambos países, fuertes comerciantes, ilustres nombres de la escena, proferían por entonces la buena mesa y el fino trato que les esperaba en el «Colombia», e inclinaban franca y decididamente sus preferencias por éste o por el “Río de la Plata”, el otro buque de la empresa, al punto de esperar el viaje siguiente cuando al tomar pasaje encontraban —como era frecuente— su escasa lotación ya colmada.

Pero esta es otra historia, digna también de ser contada algún día. Baste decir que el alejamiento de aquel oficial, determinado por un feliz acontecimiento de su vida —tras la gallardía y desinterés de un gesto que fue muy comentado entonces— determinó a poco el del Capitán Oderigo, viejo lobo de mar italiano a quien faltó el apoyo que le significara su primer Comisarlo. Quizá ello le valió la vida. Quizá, taruoién, significó la vida del Colombia y de las numerosas víctimas de su naufragio. ¿Quién lo sabe…? Y sea dicho esto sin desmedro del Comandante Ragno que no tuvo responsabilidad en la catástrofe, atribuible sólo a esas ineluctables sentencias del destino, si no a la errónea maniobra del buque alemán. Pero he aquí la Interrogante planteada, para quienes creen que aquéllas marcan su signo en cada hombre desde el primer aliento de la vida. Sea como fuere, se diría que la suerte del “Colombia» cambió aquel 31 de diciembre de 1908 en que el premio mayor de la lotería de fin de año cayó a su bordo, estando el buque en nuestro puerto.

COMO SE PRODUJO EL CHOQUE

El “paquebot» de alto bordo “Schlelsen”, del Lloyd Norte Alemán, salía del puerto al mando de su comandante Mustie, llevando al timón al Práctico del Puerto, Demetrio Scapinachis. Según declaraciones de ambos, navegaban lentamente hacía la boca del canal, cuando al enfrentar la escollera oeste vieron que también lo hacía el “Colombia”. Llevaba en ese instante rumbo de babor, lo que no hacía presumir peligro. El Práctico del “Schelelsen” tocó entonces las dos pitadas de ordenanza para indicar que iba a tomar también rumbo de babor, por lo que el “Colombia” debía mantener el suyo; pero de repente, en maniobra Inexplicable, cambió de rumbo todo a estribor, atravesándose frente a la proa del enorme buque alemán. Esta lo embistió en la amura de babor, poco más atrás de su proa, pasando prácticamente “por ojo” al pequeño barco de la carrera, cuya ancla se incrustó en sus propias costillas, y abriéndole un rumbo tremendo a la altura de la linea de flotación.

Por su parte, en declaración precisa y terminante confirmada por el Práctico Chlozza, el Capitán Ragno sostuvo que el “Schlcism” tocó una sola pitada y no dos, como afirmara su colega Mustio Indicando pues que iba a estribor, y osto ruando ya estaban a 200 metros. Por ello Racno ‘Ikpuso que su buque virara, cambiando el rumbo que seguía desde la entrada al antepuerto. El esquema que reproducimos sobrela base de las declaraciones del Capitán Ragno, aclara las respectivas posiciones de ambos buques y arroja luz sobre la procedencia de la maniobra del «Colombia». Sea como fuere, parece haberse comprobado que la mayor responsabilidad tocó al buque alemán, que fue embargado inmediatamente por el agente de Lambruschini, mientras ambos capitanes eran detenidos y sometidos a extensos interrogatorios. Sin que —que sepamos— se haya llegado a concretar prueba alguna que permitiera ejecutar tal embargo y reembolsar al armador dél “Colombia” los irreparables daños sufridos. Y nada digamos de las victimas, no sólo constituidas por las vidas irrescatables que el mar había, cobrado, allí, junto a nuestra costa, sino por decenas y decenas de madres, padres, hijos, esposos, que en adelante sólo podrían esperar alivio del olvido, nunca del consuelo.

EL SALVATAJE DE LAS VICTIMAS

El Teniente Santos dio el parte al Jefe del Cuerpo de Guardia, Teniente Nicanor Rodríguez, quien cinco minutos después se embarcaba en el “Lavalleja” — como siempre mantenido con los fuegos encendidos — al mando de un destacamento de diez hombres. También salieron casi simultáneamente el “Huracán” y el “Emperor”, de la flota de Lussich, y otros remolcadores.

La circunstancia que agravó más la catástrofe fue la de que gran parte del pasaje dormía aún cuando se produjo. Unos cuantos madrugadores se desayunaban o presenciaban desde la borda la entrada del buque al puerto empavesado. Y otros, pasajeros de proa, cantaban en cubierta, a la vista del muelle, quién sabe qué esperanzas remotas o qué cercanas realidades. Por de pronto, allá en aquel grupo, aún no individualizados por la distancia, hablan familiares y amigos. Y más allá, la tierra acogedora — no sólo la ciudad que comenzaba a perder ya su aire de gran aldea — que prometía ahora más que nunca…

El saldo trágico representó cerca de 90 vidas. El duplicado de la lista de pasajeros, proporcionado por la Compañía, arrojaba un total de 105; no figurando muchos menores que viajaban a cargo de sus padres y se ahogaron junto a éstos, sin que familiares lejanos o inexistentes reclamaran a unos y otros. Por su parte, el rol de navegación aseguraba la cifra precisa de 47 tripulantes. Sólo se sabe que de éstos, todos en pie a esa hora, conocedores del buque y de los recursos, se salvaron 36; de los pasajeros, 31. Como en el caso reciente del “Ciudad de Buenos Aires”, la mayor parte de las víctimas fueron mujeres y niños.

Entre los ahogados del pasaje figuraron don Antonio Piria, hermano de don Francisco, y su hija de 5 años; y don Joaquín Castro, dueño del Hotel de la Paz, de Salto, y su madre. Otros náufragos fallecieron en el Hospital Maciel esa misma mañana —donde de inmediato se organizaron los primeros auxilios a cargo del Dr. Mondino — entre ellos dos señoras y una niña, hija de una de ellas. Otros, todavía, que salieron aparentemente indemnes de la catástrofe, morían dias después a consecuencia de neumonías o, como un señor Conti, que fue de los primeros náufragos recogidos y dados de alta, a raíz de un accidente cardiaco sin duda precipitado por las trágicas horas vividas. Y de la tripulación faltaron, entre otros, dos excelentes empleados de a bordo: el primer cocinero y el mozo de oficiales.

Los hombres del “Lavalleja» rescataron sobre una tabla los cuerpos inanimados de dos niños de corta edad; el menor, ya muerto, pero aún con vida el mayor. El Teniente Rodríguez trató incluso con su aliento, a falta de recursos de respiración artificial quizá desconocidos, de infundir al niño la vida que se le iba por sus pulmones anegados. Pero todo fue en vano y murió también, al igual que otro niño que expiró en brazos del Teniente Santos, acentuando el hondo dramatismo del rescate. Entre los salvados del “Lavalleja” — 14 en total, de los cuales 10 lo fueron por uno de los héroes de la luctuosa jornada, el Cabo Miguel Centurión— una chica de 16 años, casi desnuda, clamaba desesperadamente por su hermano, arrebatado en el remolino y el vacío producido por la nave al irse a pique.

Hubieron otros héroes, boteros, hombres de la flotilla de Lussich, tripulantes del buque hundido. Entre éstos, el 2’’ de a bordo, Venancio López Labandera, más tarde conceptuado funcionario ministerial y cronista turístico del “Diario del Plata”, que habiéndose provisto de un cabo y asido desesperadamente del palo mayor, usó aquél como anzuelo de presas humanas. Por él lograron ampararse en el mismo mástil, al que Labandera subió para dejarles espacio, otros náufragos. Y cuando se acercaron los remolcadores, el animoso oficial dio las instrucciones para el salvataje de éstos, desechando toda ayuda hasta que la tarea estuvo consumada. Un remolcador lo rescató al fin de su difícil posición y lo trajo al muelle, el último, cuando su padre que esperaba angustiado ya le daba por muerto.

A las 10 de aquella misma mañana, el “Huracán” y el “Emperor” pusieron rumbo al buque náufrago con buzos y elementos de rescate. Llovía y soplaba viento fuerte, y ya no quedaban dudas sobre la magnitud del desastre. Tratábase ahora de rescatar los cadáveres que el mar y el buque a pique guardaban. Fondeados a sotavento y a barlovento del “Colombia”, ambos amarraron dos cabos a los mástiles de éste. El buzo del “Emperor” no tuvo éxito; el del “Huracán”, trajo el cadáver de una mujer, único que se pudo extraer ese día de la nave, pues el mal tiempo y la llegada de la noche obligó a suspender los trabajos. Después, en el correr de los dias, fueron apareciendo o rescatándose otros, sin que el mar devolviera jamás a muchos de ellos.

EPILOGO

“Nada corre tanto como una mala noticia”, se dice. Y ese aciago día se probó, cuando sin los medios de difusión actuales, por la simple voz que se corría por las calles, el pueblo comenzó a agolparse en la dársena que iba a ser inaugurada.

El Presidente Williman dispuso la suspensión de los festejos programados para ese dia y el 25, realizándose recién el domingo 29 la inauguración del puerto que ten trágicamente se abría al tráfico marítimo. Pocos dias después, los restos del “Colombia’ eran volados obedeciendo a la intimación de sacarlo o dinamitarlo, en vista de que obstruía peligrosamente la entrada del puerto y su salvataje era imposible. Dias de duelo para dos pueblos hermanos, aquéllos lo fueron sobre todo paro el nuestro — pero a la bandera argentina del buque náufrago y a que el pasaje y tripulación también lo eran en mayoría— por la honda tragedia vivió tan de acerca, en horas que se anunciaban de fiesta y júbilo, y porque la repercusión de la catástrofe continuó por muchos días, mientras se aguardaba el rescate de las victimas o se esperaba infructuosamente a aquéllas que el mar nunca devolveria. Para finalizar un dato curioso: por obra de la casualidad, se salvaron del naufragio— por haber perdido el buque o desisones antes del viaje a última hora — dos compatriotas que habrían de prestigiar sus nombres y el del país en las letras y la magisatura, Florencio Sánchez y Abelardo Véscobi.

Por JUAN ORCÁSITAS

Revista Mundo Uruguayo, año 1957

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