En mayo de 1958, el Vicepresidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, visita Montevideo de paso para asistir a la transmisión del mando en Argentina.
El domingo 27, Richard Milhous Nixon, inició desde Washington su periplo continental. Objetivo inmediato: asistir a la transmisión del mando en la Argentina y conversar con el nuevo presidente sobre el sorpresivo (para el Departamento de Estado) triunfo de Arturo Frondizi y el incómodo esquema de soberanía, unión económica y libre comercio que éste ha propuesto en sus visitas relámpago a los países limítrofes. Motivos reales: una gira de inspección y promesas que tratará de reparar las deterioradas relaciones de los Estados Unidos con Latinoamérica. Posible intención complementaria: hacernos conocer personalmente al hombre que está construyéndose con paciencia, desde hace cuatro años, su candidatura para la Casa Blanca y podría ser el próximo presidente estadounidense.
Según anuncio oficial por razones de deferencia hacia el «dramático ejemplo de democracia”, como, involuntariamente exacto, nos calificó el mismo Nixon y, quizás, por otras de navegación aérea, la primera etapa en el viaje del Vicepresidente fue Montevideo, a donde llegó el lunes 28, a las 10.
El Consejero Zavala Muniz, designado para recibirlo, no estaba en el Aeropuerto, aunque sí Batlle Berres (camioneta rural roja, conducido por el mismo, discreta permanencia en quinta fila de público) el canciller Secco Ellauri y el Presidente de la Asamblea General, Ledo Arroyo Torres, peinado. Mr. Nixon apareció junto a su esposa en la escalerilla, descendió hasta Ledo Arroyo y fue vigorosamente abrazado; su mejor e incomprensiva sonrisa fue para la frase de su anfitrión, pronunciada -aunque sin colilla lateral- en la mejor tradición lediana: «Venga, venga, otras pa los fotógrafos!»
Esa misma mañana, Mr. Nixon recorrió en su coche (convertible gris perla, descapotable, gentileza de la firma X) y precedido de ensordecedoras sirenas, toda la avenida Italia; besó a una niñita de la Escuela España que musitaba «Un bechito…» mientras las maestras ruborizadas y nerviosas la instaban a entregarle un ramo de flores, y llegó a su hotel de la Plaza Independencia a mediodía. Allí rompió cordones policiales que le impedían el paso y fue capturado por varios cientos de personas. Incidentalmente, la elogiable tendencia de Nixon a no usar la locomoción oficial y a caminar por la calzada causó aglomeraciones, aplausos y variados comentarios («Qué churro!, «Que se vaya!») entre las jovencitas y/o los agazapados militantes comunistas que lo vieron caminar por Sarandí desde el Victoria Plaza al Club Uruguay, o descender sorpresivamente ante la Universidad el martes de mañana, para enfrentar el ceñudo antiimperialismo de los muchachos de Derecho, que lo vieron llegar a discutir mano a mano con el ex dirigente y actual Consejero estudiantil Ricardo Yelpo las imputaciones que la FEUU lanzó públicamente a los Estados Unidos.
Fue, también, motivo de desbandadas, contraórdenes y sudores en las fuerzas policiales, que agotaron sus efectivos uniformados rodeando las manzanas por donde pasaba el huésped, detuvieron a 11 estudiantes y 1 obrero, y perdieron frecuentemente la cabeza ante la facilidad con que Mr. Nixon los perdía a ellos.
Veintitrés corresponsales de prensa, radio y TV norteamericanos lo habían precedido 24 hoyras, y montaron en el piso 20 del Victoria Plaza un pequeño universo concentracionario de teletipos, teléfonos directos, rimeros de máquinas de escribir y, posiblemente, un cable submarino; desde allí, Estados Unidos estuvo enterado por títulos como «NIXON RECIBE APLAUSOS Y BEFAS DE LOS URUGUAYOS», o «ROJOS ABUCHEAN A DICK NIXON» y aún «ESTUDIANTES ALGO DOMINADOS POR LOS ROJOS INSULTAN A NIXON», de lo que nos parecía la visita. La comitiva del Vicepresidente incluía además gente simpática y visible (Mr. Patricia Nixon, rubia y elegantísima; entorchados generales y mayores de varios y fotogénicos uniformes; Mr. Roy Rubottom, Secretario Auxiliar para Latinoamérica, y su inseparable portafolios que provocó intolerables expectativas en algunos Consejeros), gente menos simpática y esforzada pero imposiblemente invisible (16 agentes del Servicio Secreto norteamericano con 16 pares de lentes negros 16), y un señor realmente invisible pero en el que, como Dios, todos creían (Mr. Samuel Waugh, presidente del Eximbalc, plenipotenciario para contratación de un empréstito).
En las 48 horas siguientes, el Vicepresidente agotó casi la lista de cosas que el Uruguay tiene para mostrar, del Arroyo de Las Piedras hacia el Sur, aunque no fué recibido en el Cantegril Country Club. Primero visitó al Consejo Nacional de Gobierno (ver en otro lugar). A las 13, en el Club Uruguay, Carlos Sanguinetti, Alberto Gallinal Heber, José Brunet, Mario A. Mera, José Pedro Araniendia y algún otro hombre de negocios, le plantearon a los postres de un banquete ofrecido por el CICYP sus necesidades. La rogativa (en español, sin traducción) fue firmemente soportada por Mr. Nixon, que contestó en inglés (con intérprete) elogiando la disposición de las frutas en la mesa («Me recuerdan las de California») y elogiando la destreza oratoria de los dueños de casa («Estoy maravillado de que hayan podido darme un panorama tan completo en tan pocas palabras, pero estos son puntos que no pueden discutirse aquí»). De allí en adelante fue embarcado en un complejo programa de visitas (el Banco de la República, la Alta Corte de Justicia, la Asamblea General, la Biblioteca Artigas-Washington, una fábrica textil) y la prensa grande postergó su habitual información de las primeras planas para dedicarla a la reseña de la actividad publicable del Vicepresidente.. Menos detalles fueron proporcionados sobre tres reuniones seguramente interesantes, que Mr. Nixon mantuvo el martes, sin la presencia de periodistas: por la mañana, con hombres de negocios, banqueros y financistas; por la tarde con los opinionmakers (directores de diarios y radios, publicistas); por la noche, con dirigentes sindicales de una central obrera no identificada. Esa misma noche, un grupo de afiliados del Partido Febrerista paraguayo desfiló ante la Embajada en el Parque de los Aliados, con carteles alusivos a la dictadura de Stroessner (cercano anfitrión del viajero) pero la iluminación era deficiente en esa zona.
Mr. Nixon estaba ya aclimatado a lo que llamó «atmósfera de libertad en un sistema de libre discusión» y había soportado cerca de una docena de discursos, estrechado la mano de peatones negros, firmado autógrafos para estudiantes magisteriales emocionadas, hablado con dignatarios, subpróceres y hombres de pueblo y recibido en la cara puñados de panfletos («Fuera Nixon del Uruguay») y vítores a su país y a su persona, cuando el martes por la tarde aguantó literalmente a pie firme, una hora de reunión con periodistas surtidos. Allí anunció con cierta vaguedad los resultados prácticos de la visita: un empréstito con el Eximbank, una interpretación de la Ley sobre excedentes agrícolas que nos permitiría comprar con pesos el añorado tabaco Virginia y otros géneros, la prescindencia absoluta -por ahora- del gobierno estadounidense en el entredicho entre el Batllismo y la otra familia de los Armour de Chicago por la ocupación del Swift. Ya iban 36 horas de estada m el Uruguay y Mr. Samuel Waugh seguía invisible.
No menos importante fue el almuerzo del Vicepresidente con el Consejero Batlle Berres, en la residencia del líder quincista. «Hablamos con el señor Batlle sobre la ocupación de la planta empacadora de carne, y estuvimos de acuerdo en que las cosas se mantengan por ahora en una discusión serena dentro de las leyes uruguayas», dijo con ingenuidad Mr. Nixon, sin que nadie entre sus asesores le advirtiera lo cerca que estaba su dedo del ventilador. Porque no había terminado la traducción cuando un criollo de la concurrencia, adoptando estilo parlamentario, le preguntó: «¿Puede decirnos a qué título, habiendo un Presidente del Consejo, habló con el señor Batlle de este asunto? ¿Cómo amigo, como Consejero o como jefe de partido?» «Como amigo -dijo el Vicepresidente-, como amigo, es claro».
El miércoles a las 9, la caravana de coches, patrulleros y motocicletas volvió a recorrer en sentido inverso el camino al Aeropuerto. Richard Nixon ocupaba ahora un coche cerrado, y en las terrazas de la estación aérea había un poco menos de público, porque nuestro pueblo es inconstante en la demostración de sus afectos. La simpatía y juventud del visitante era ya un seguro recuerdo en el alma de todas las empleaditas de tienda que, a mediodía, lo veían atravesar el centro repartiendo «shake-hands» y trasladando a su alrededor un aura de espectacularidad cinematográfica y el admirable optimismo norteamericano. No se sabe todavía qué recuerdos quedan en el
alma de los funcionarios del Banco de la República y del Ministerio de Hacienda. Mr. Samuel Waugh, para seguir con su costumbre, también permaneció invisible en el momento de la partida y un periodista escéptico aventuró la opinión de que quizás estaba dentro del imponente portafolios de Mr. Rubottom.
Fuente: Semanario Marcha. Número 909. 2 de mayo de 1958. Nixon estuvo aquí. Autor: Carlos María Gutiérrez.