Mario Payssé Reyes

El 13 de enero (1988) dejó de existir en nuestra capital, el profesor arquitecto Mario Payssé Reyes. Quienes abrazamos su misma profesión —mitad arte, mitad ciencia— y más aún los que fuimos discípulos suyos, sentimos que la arquitectura nacional está de duelo.

Ya nos habíamos ocupado de él en estas mismas páginas (Sup. Dom. N° 1943,del 4/10/70) y luego nuevamente (Sup. Dom. N° 2132) en ocasión de su triunfo —junto a Perla Estable y varios colaboradores más— en el concurso para el edificio de nuestra embajada en Brasilia. No vamos por tanto, a reiterar cosas ya dichas. Pero el alejamiento definitivo del maestro, nos hace reflexionar y en cierto modo nos induce a pasar raya y realizar el balance de nuestra profesión.

La historia de la enseñanza de la arquitectura en Uruguay tiene un jalón sumamente Importante que marca su inicio: la ley que consagró la creación de nuestra facultad en 1915, a instancias del Dr. Baltasar Brum —entonces ministro de instrucción Pública— y del Dr. José F. Arias, miembro informante de la Cámara. Mediante la misma, se concretó la escisión de nuestra carrera de la de ingeniería, adquiriendo autonomía propia: lo único en común fue, a partir de entonces, el edificio del ex hotel de Reus (Nacional), que compartimos ocupando distintos pisos.

La nueva facultad se hizo a imagen y semejanza de École des Beaux-Arts («Escuela de Bellas Artes») de París. Más todavía: se contrató en Francia a un docente —Joseph Carré, que resultó de excepción— para que viniera a enseñar en nuestro medio. «Monsieur» Carré se dio de lleno a la docencia: creó los planes de estudios de la nueva casa de estudios y sentó cátedra en ella, siendo su «taller» el santuario de arquitectura en el que se formaron muchas generaciones de arquitectos. Fallecido M. Carré, pareció que el vacío que dejaba era imposible de llenar; no obstante dos personalidades antipódicas, casi con igual mérito, podían pretender a sucederle: Mauricio Cravotto y Julio Vilamajó. Y dado que el alumnado entre tanto había crecido, el consejo, salomónicamente, resolvió el problema creado por la desaparición del venerado maestro galo, desdoblando en dos su taller y confiando sus mitades a cada uno de los aspirantes. Los talleres Cravotto y Vilamajó fueron famosos: su misma disparidad estimuló un sano antagonismo entre los discípulos, quienes hicieron todo lo posible por superarse; de esta puja resultó una única gananciosa: la arquitectura.

El Banco de Prevision Social se halla precedido de un generoso espacio publico -especie de plazoleta a nivel de la calle- Que tambien hace las delicias de los cultores del «ambientalismo».

Dentro de los alumnos de Vilamajó, dos se perfilaban con singulares cualidades y merecieron la atención especial del maestro: Guillermo Jones Odriozola y Mario Payssé Reyes; sin embargo, solamente Payssé sintió «el llamado» de la enseñanza y junto a su querido profesor, empezó a transitar la senda para la cual se necesita vocación e interés altruista en dar, sin esperar otra recompensa que el reconocimiento —muchas veces tardío— de la juventud que se ayudó a modelar.

En 1948 fallece Vilamajó. Ya su ex discípulo gozaba de merecido prestigio; en efecto: en 1943 había ganado por concurso —él y Carlos Gómez Gavazzo, entre doce aspirantes— la cátedra de proyectos y, en 1948, se le otorga una beca para docentes que le permitió recorrer Estados Unidos. A su regreso pronunció una serie de conferencias que se hicieron célebres en la época —en las que relató a sus alumnos las experiencias de su viaje.

Justamente fue entonces que ingresamos a su taller. Allí nos encontramos con un ambiente muy especial: había un espíritu de cuerpo o sea, los alumnos que en él estaban, se identificaban con su profesor y se detectaba una real coherencia entre la enseñanza teórica que se impartía y los proyectos que se elaboraban. Se innovaba constantemente: frente a la tradición muy «a lo Beaux Arts» de presentación monocroma por medio de «lavados»— en gris de Payne, o a lo sumo en sepia, en el taller Payssé se experimentaba con tempera en fachadas y perspectivas que se hacían «a todo color».

«Afichesco» lo calificaban peyorativamente los descreídos, sin ver su finalidad: el verdadero trasfondo era que se enseñaba teoría del color y que esta experimentación en la lámina, nos hacía extraer valiosas consecuencias para el futuro y desarrollar nuestra sensibilidad. Muchos de los métodos pedagógicos sobre teoría de los colores empleados en la Bauhaus —sobre todo los de Johannes itten— nos eran transmitidos por Payssé. Pero además algo le merecía especial atención: que los proyectos se «sostuvieran» constructiva y plásticamente. La estructura había de ser lógica, clara, adecuada, eficaz, en suma. Y, en cuanto a las proporciones nos revelaba un mundo insospechado: nos hacía estudiar en los ejemplos clásicos del pasado y en los más destacados de la arquitectura renovadora, la relación de medidas entre los vanos y puntos destacados de la composición y nos explicaba las virtudes de la «sección áurea». Nos hacía ver que la arquitectura no debe ser un hecho aislado, sino que debe promoverse —como ocurriera en el pasado— una relación entre ella y las demás artes plásticas. Luego de las correcciones a los alumnos, muchas veces nos reunía y nos hablaba de Joaquín Torres García y de su arte constructivo y por ello, toda vez que en nuestros proyectos incluíamos algún mural «constructivista», causábamos sensación entre los compañeros de los demás talleres, que asistían atónitos a estos experimentos plásticos, entonces inusuales.

En la labor profesional, Payssé materializó estas ideas: el seminario arquidiocesano en Toledo y su propia casa de la calle Santander, son la más acabada expresión de lo que decimos. Por otra parte, su revalorización del uso del, ladrillo visto, formó escuela en el país, promoviendo émulos que lograron alcanzar altos niveles. Encarnó como nadie, el prototipo de maestro íntegro al practicar la docencia dentro y fuera de la cátedra. Creo que aprendimos tanto en el taller, como viendo y estudiando su obra. Rehuyó el éxito fácil o la concesión en pro de obtener clientes: toda su obra es digna y valiosa.

En lo que me es personal —y sé que esta opinión es compartida por la gran mayoría de mi generación— considero que hubo dos hombres dignos de respeto, admiración y aprecio; a ellos, más que a nadie les debemos lo poco o mucho que sabemos de arquitectura: Leopoldo Carlos Artucio y Mario Payssé Reyes.

Más aún: yo tuve el raro privilegio de poder cotejar la calidad de estos docentes, con la de los respectivos enseñantes franceses de  École des Beaux-Arts de París, cuya fama era mundial: el tratadista de historia de la arquitectura, M. Pierre Lavedan y el profesor Eugene Beaudoin, cuyo «Atelie» era el más prestigioso y avanzado de entonces. Seguí asiduamente el curso de M. Lavedan e hice proyectos con M. Beaudoin durante todo el año escolar 1951-1953 y puedo entonces decir con toda propiedad, que los maestros nativos en nada desmerecían frente a sus colegas galos. Es que Payssé y Artucio hubieran sido un lujo en cualquier facultad del mundo. Felizmente nuestra casa de estudios no fue insensible y reconoció las virtudes de estos docentes realmente excepcionales, confiriéndoles el 23 de setiembre de 1970 el título de profesor Emérito a Artucio, y el 8 de agosto de 1984, el de doctor Honoris Causa a Payssé, las más altas distinciones que puede otorgar la universidad.

Ahora, ante la ausencia definitiva de ambos —Artucio nos había dejado en 1977— nos queda solamente su recuerdo y su ejemplo que, esperamos, ilumine a todos cuantos dediquen su esfuerzo a ese sacerdocio laico —pero sagrado— que es la enseñanza.

Arg. César J. LOUSTAU
El articulo fue publicado en 1988 para la revista EL DIA.

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